Si yo fuera otro mediocre presidente de esta época, que menos mal no lo soy ni lo seré, diría que en mi gobierno hemos sacado a millones de la pobreza –y que vencimos a los corruptos y salvamos el país– porque dígame usted quién va a saber si no: me desmentirán los que me odien, pero me creerán los que me quieran, y mi corte de lagartos, que me dirá "presidente" incluso por WhatsApp, defenderá mi obra de gobierno como se defiende una nostalgia. Esta es la era del humo. El otro día, en un almuerzo entre amigos, el querido anfitrión describió estos días del mundo con la palabra "caquistocracia": los días de los gobiernos "de los más cínicos e ineptos", encabezados por el menos malo de los peores, que están a punto de ser una costumbre. Se llegó a ese tema, en esa mesa, porque ya hay varios candidatos a la presidencia. Y el horizonte, a mi modo de ver, es un muro.
Hoy, a esta hora, es un gran misterio si el enervado país de mayo de 2026 va a querer un presidente progresista que honre su discurso, un Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas que eche atrás este gobierno hipotético en el que andamos o un paracaidista de aquellos –un Milei, un Bolsonaro, un Trump– que deje sin trabajo tanto a los servidores públicos de vocación como a los políticos estafadores que se pasan la vida lanzando discursos de superación personal.
Que se lancen todos mientras tanto. Que los congresistas Miguel Uribe, Paloma Valencia y María Fernanda Cabal propongan el país parcial que ha propuesto su partido. Que los excandidatos centristas de siempre, de Claudia López a Sergio Fajardo, insistan a ver si el electorado al fin los toma como un alivio. Que la periodista Vicky Dávila se la juegue por ser la candidata de los que no soportan a un solo político más. Que el concejal Juan Daniel Oviedo acuda a un electorado virtual que anhele el fin de esta palabrería que termina en nada. Pero que por lo que más quieran, por el amor de Dios o lo que escojan, le acepten al espejo si conocen, si entienden, si respetan el Estado: estamos hartos, de izquierda a derecha, de gentes que alcanzan su máximo nivel de incompetencia –ver, por favor, el Principio de Peter– en la fría Casa de Nariño.
Que se lancen los personajes que quieran cuando quieran, como quieran, pero que, en el remotísimo caso de que sean elegidos, tengan el coraje de ser presidentes de verdad.
Hoy, a esta hora, lo único que tenemos claro es eso: que tal como están las cosas, distorsionadas e incompletas, no es nada raro que una persona llegue a la presidencia de cualquier nación no solo a descubrir y ejercer y desfilar su propia inutilidad, su sobrecogedora incapacidad para desempeñar sus obligaciones, sino a nombrar secuaces mediocres que hagan ver semejante necedad como un talento.
Que se lancen los personajes que quieran cuando quieran, como quieran, pero que, en el remotísimo caso de que sean elegidos por estos votantes que están pidiendo pruebas de que la democracia no es solo un simulacro, tengan el coraje de ser presidentes de verdad: no más nombramientos de funcionarios como esbirros cuya única fortaleza sea la complicidad; no más frases innecesarias que les cuenten las horas o les den palmadas en la espalda a los tiranos; no más fantasías con constituyentes ni con alargues de períodos que nadie está pidiendo; no más superioridades ilusorias, de pasajero con ínfulas de piloto, que nos empujen de izquierda a derecha al mismo abismo; no más talantes antagónicos, sensacionalistas, perfectos para ganar las elecciones a muerte, pero nefastos e ineficaces a la hora de gobernar.
¿De verdad quieren, pueden, deben ser presidentes de Colombia? ¿De la República Traumatizada de Colombia? ¿Del país que hoy tiene al Eln en 232 municipios, a las disidencias de las Farc en 299, al Clan del Golfo en 392? Entonces sean serios, sean justos. Y sepan que no es nada fácil volver de una caquistocracia.