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Opinión

Dónde están los ladrones

Las historias de ladrones de libros constituyen, en sí mismas, casi un género literario.

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Italia, quizás más que ningún otro lugar del mundo, pero no puedo ser imparcial al dar mi opinión, es una fuente inagotable de hechos a la vez poéticos y absurdos, noticias maravillosas y delirantes, sucesos prodigiosos e inconcebibles que igual aparecen en un periódico cualquiera pero deberían estar más bien en una novela de esas que solo se escriben allá, como si nada, o una de sus películas en blanco y negro que todavía nos hacen suspirar.
(También le puede interesar: La prueba ideológica)
Yo mismo, en esta columna, he espigado a lo largo de los años, con total impunidad, sin ningún remordimiento, la inagotable veta literaria de la realidad italiana, gracias a la cual pude contar aquí, por ejemplo, la historia de un león que se escapó de un circo para caminar tranquilo y lento por las ruinas de Roma, o la de una iglesia en cuyo techo quedaron los balones que durante décadas los niños pateaban en la calle hasta que se les iban al cielo.
La semana pasada no fue la excepción: un ladrón de treinta y ocho años, llamado Daniele Liquori, es que hasta el nombre parece como de un cuento de Giovannino Guareschi o Andrea Camilleri –cuyos nombres a su vez parecen como de un cuento de Luigi Pirandello o Giovanni Verga, así al infinito–, entró a un apartamento en Prati, uno de los barrios más exclusivos de Roma, con el propósito honrado y profesional de robar, qué más va a hacer un ladrón allí.
Entró con gran sigilo por la ventana, al acecho de las joyas, pero se encontró con un libro que llamó su atención por el título sugestivo e inquietante: Los dioses a las seis. Se puso a hojearlo, sin mayor esperanza, y le pareció tan bueno que acercó una poltrona y se echó a leer, nada menos y nada más, la historia de los dioses griegos en la guerra de Troya, porque eso es lo que cuenta ese libro que atrajo a su ladrón como un imán a un gran pedazo de metal.
Daniele Liquori, un ingeniero informático desempleado, un ladrón novato y además erudito, tanto que ya lo llaman en la prensa italiana “el ladrón de libros”, habría podido llevarse en poco tiempo muchas de las cosas valiosísimas que estaban allí en ese apartamento, pero él prefirió sentarse a leer. Y lo hizo como los grandes maestros de ese oficio abrasador y sin igual: se olvidó del mundo, se entregó de lleno al placer moroso de cada página que queda atrás.
Entró con gran sigilo por la ventana, al acecho de las joyas, pero se encontró con un libro que llamó su atención por el título sugestivo e inquietante: 'Los dioses a las seis'.
Así lo sorprendió, en flagrancia, el dueño del apartamento, un hombre de setenta y dos años que oyó los ruidos de Liquori al poner pie en su casa y de inmediato llamó a la policía, pero luego se sorprendió del silencio que sobrevino de improviso, como si un gran estrépito se apagara de golpe. Entonces fue a la sala a ver lo que ocurría y se encontró con esa escena surreal: el ladrón en su poltrona preferida, leyendo ese libro sobre la Antigüedad.
Algunos medios refieren incluso un hipotético (digamos que platónico) diálogo entre el propietario y el ladrón, abstraídos ambos en la calidad de ese libro que los había juntado de manera inesperada. Ambos conocían ya al autor, Giovanni Nucci, y señalaron sus virtudes y su gracia, su facilidad para recrear en el mundo de hoy el rico y complejo universo de los mitos del pasado. En esas estaban cuando llegó la policía, no menos sorprendida con la escena del crimen.
Las historias de ladrones de libros constituyen, en sí mismas, casi un género literario. Todas suelen ser buenas, apasionantes, sorprendentes; todas exaltan y ennoblecen, de muchas maneras, la pasión por el conocimiento, la curiosidad intelectual. Pero esta de Prati es distinta justo por eso, porque no había en ella, de antemano, una motivación libresca y literaria, nada de filosofía, todo lo contrario: Danielle Liquori iba por otra cosa y un libro le cambió la vida.
No se me ocurre mejor definición de la lectura.

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