Se volvió necesario aclarar que el metro de Bogotá es para sus habitantes. Es para nosotros, para mejorar nuestra ciudad, nuestra competitividad y calidad de vida. El metro no debe ser visto como una obra faraónica para dejar testimonio del legado particular de un burgomaestre. El metro es, por definición, un proyecto colectivo que requiere del concurso de varios alcaldes y debe entenderse como la realización del interés general. No es un trofeo tras una ambición personalista del gobernante de turno cuyo determinante sea escribir su nombre en nuestra historia.
El primer estudio oficial para el desarrollo del metro de Bogotá data de 1942. Parece fácil especular que el entonces alcalde Carlos Sanz de Santamaría no se imaginó que 75 años después seguiríamos enredados en discusiones técnicas, ideológicas y políticas sobre este proyecto, cuyo único desenlace práctico ha sido impedir que una de las principales ciudades del continente cuente con un sistema de transporte masivo de alta capacidad y ambientalmente sostenible. En repetidos momentos de esta historia hemos vivido la ilusión de estar cerca de lograrlo, pero cada gran hito ha venido acompañado de una nueva frustración. La actual campaña electoral es el más reciente capítulo de esta novela tan trágica como ridícula.
El exalcalde Gustavo Petro afirmó de manera contundente que de ganar las elecciones interrumpirá el proceso precontractual de la obra en mención. Dada la necesaria cofinanciación de parte del Gobierno Nacional y los tiempos requeridos para abrir la licitación, esta es una amenaza real que es igual de inconveniente y equivocada a lo hecho por la actual istración Distrital cuando desechó el metro subterráneo, que en su momento había alcanzado un estado de avance significativo e inédito.
Construir sobre lo construido es lugar común de los discursos, pero al mismo tiempo es característica ausente en los planes de gobierno de la capital del país. La carencia de unos mínimos acuerdos para el modelo de largo plazo se ha convertido en la principal amenaza para el desarrollo económico y social. Reinventar cada cuatro años una ciudad de ocho millones de habitantes con un producto interno bruto de más de 200 billones de pesos es algo que solo se nos puede ocurrir a nosotros y que es garantía para fracasar en el intento de salir adelante.
Y como si este no fuera suficiente desafío, ahora resulta que la egoísta y antitécnica negativa de continuar con los proyectos de gobiernos anteriores encontró un nuevo escenario: la relación entre los diferentes niveles de gobierno. Antes, un alcalde destruía lo hecho por el anterior; ahora, un presidente podría interrumpir lo que un alcalde intenta hacer.
La falta de institucionalidad es una de las mayores brechas que suele identificarse en los análisis y diagnósticos que se hacen sobre la competitividad del país, y no hay peor atentado a dicha institucionalidad que verse transgredida por los mismos gobernantes. Para el caso en cuestión, los actores políticos deberían ser conscientes de su capacidad de influencia antes de sugerir alteraciones del orden constitucional. Esto sumado a la incertidumbre asociada con la falta de continuidad para las grandes obras, lo que envía señales confusas al mercado de los posibles inversionistas y financiadores de estas.
Bienvenidas las ideas audaces y la diferenciación entre proyectos políticos; ciertamente, eso es lo que queremos ver en el debate democrático. Y mucho mejor si esto se logra bajo una visión de largo plazo y un correcto sentido de responsabilidad.
EDUARDO BEHRENTZ