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Charlar los momentos oscuros

Hablar es también salir, ausentarse, arriesgar la ambigüedad.

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Que todo momento oscuro merece ser conversado, escribió Lezama, que sabía ser inescrutable. Pero quién sabe si sería mejor callar algunas cosas que nos pasaron a ver si por fin se nos olvidan. Muchos malestares espirituales vienen del anclaje en algún recuerdo que nos negamos a jubilar. Recordar es grato. Aunque hay una memoria del rencoroso que acaba por intoxicarlo.
Las palabras esclarecen las cosas y también las ocultan con los velos del embrujo retórico. Es lo que hacen los demagogos. Y los timadores de vicio que van por ahí vendiendo culos de botella como zafiros de valor. Pasa desde la serpiente bíblica. Que prometió a nuestros padres que serían como dioses, con la más perfecta de las promesas de beneficio en la historia de la publicidad, y los condenó al exilio de las ilusiones del tiempo. Probaron unas hojas de parra para cubrirse. Que luego abandonaron cuando aparecieron las agujas. La conciencia debió surgir de la habilidad manual para anudar las cosas en series coherentes, y el primer filósofo fue el que trenzó el primer nudo. Por eso se habla de discursos hilvanados y de seguir el hilo de una conversación. Un texto se teje.
Que en la palabra habita el hombre, se dijo. Pero hablar es también salir, ausentarse, arriesgar la ambigüedad. Las palabras funden y confunden. Informan y deforman. El sacramento católico de la penitencia prescribe la confesión de boca. Otros prefieren el diván del siquiatra para ventilar sus diabluras. O las cantinas de los amigos que les ayuden con los desconsuelos.
No existen memorias colectivas. Los recuerdos son singulares como las huellas digitales. Aun los falsos.
La crónica del mundo está llena de personajes de aire irreprochable que asisten a su iglesia, pagan el diezmo y pertenecen a un partido decente. Pero que ciertas noches aciagas corren las autopistas cazando muchachas, para comérselas, literalmente. La cortesía sublima la trampa. La sonrisa transfigura el rictus de agresión en gesto de simpatía. Hace días un senador de la república requerido en un tribunal para que revelara un mensaje de su wasap se disculpó con el interrogador: –Su Señoría, se me cayó el teléfono, y se borró. Dijo. Y la expresión reverente salvó el desacato. Se necesita genio para mentir. Un refrán africano reza que la mentira florece pero no fructifica.
La verdad solo existe como ficción. Es imposible en la vida social plagada de disimulos, guantes, perfumes, y besos de protocolo, tanto como en la privada llena de autocomplacencias que alteran los hechos en pro de un resultado emocionalmente satisfactorio. No existen memorias colectivas. Los recuerdos son singulares como las huellas digitales. Aun los falsos. Lo demás es el morbo de la crónica. O el formalismo legal que tranquiliza el orden relativo.
La historia es metamorfosis. Santander y Bolívar cambian de signo de año en año como César y Bruto. Beethoven rindió culto a Bruto: el romanticismo transfiguró al traidor en adalid de la libertad. Stalin, ayer héroe revolucionario, es un tirano oriental más en una lista larga y negra. El Che Guevara se degrada en los muros. Hitler es monstruoso porque perdió la última batalla. Los dioses antiguos destronados pasaron a representar al diablo bajo la cristiandad triunfante. Nadie es el mismo siempre. Lo que llamamos el ser es un amasijo de deseos difusos y recuerdos amañados. Nadie se acuerda de las mismas cosas todos los días ni de la misma manera.
Muchos creen en la supremacía blanca. Que la Tierra es plana. Que las vacunas forman parte de una maquinación masónica. No es raro que la conversación en vez de aclarar degrade la inteligencia del nudo en enredo. Pero parece imposible aún en un país tan raro, el salmo a ‘Jesús Santrich’ de la conspicua comisionada para la memoria de la JEP, tan activo en las redes esta semana, “para que nos haga partícipes de su sabiduría y no nos prive de su alegría” Vade retro. Dijo Marx que el drama de la historia se repite como sainete. Y también vuelve en la pornografía de lo políticamente correcto, según eso.
EDUARDO ESCOBAR
(Lea todas las columnas de Eduardo Escobar en EL TIEMPO, aquí)

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