El Teatro La Candelaria anuncia una temporada con obras destinadas a recuperar la presencia o la memoria de Santiago García, director del grupo desde su fundación en la carrera trece, cuando aún se llamaba Casa de la Cultura.
Seguramente mi magra persona no asistirá a las funciones. Ya no aspiro a la catarsis aristotélica, ni me atrevería ahora a hacerle adelantos a alguna muchacha de la izquierda exquisita, boina, mochila, ruana y collar de caracoles, entre dos canelazos, mientras hacemos antesala para ingresar al espacio donde vi tantas obras inolvidables, que forman parte de mi experiencia vital. El teatro fue también en su origen una liturgia para el encuentro sexual. Así sigue siendo.
Me encanta saber que la memoria o la presencia de uno de los mejores amigos que tuve siguen vivas. Merecidamente. Santiago García es una figura mayor en la historia del teatro colombiano.
No es una casualidad. Es una coincidencia. La primera vez que vi a Santiago García fue con ocasión del estreno de HK-111, la obra de Gonzalo Arango, en el teatro Ópera de Medellín, recién aparecido el nadaísmo. Lo recuerdo en el escenario con una gabardina gastada, gritando que necesita orinar. Mónica Silva, su mujer entonces, permanece impasible con su palidez de máscara del teatro griego, bajo una armazón que simulaba un avión, en una luz turbia. La obra la dirigió Fausto Cabrera, un anarquista español del más radical eclecticismo, capaz de montar el mismo semestre una farsa de Ionesco y un recital de españolerías, claveles, toros, mozuelas, las zetas de rigor y lunas de Sevilla.
Gonzalo Arango pretendió desligar al teatro colombiano del sainete costumbrista, y de las cosas de Alejandro Casona que era a lo más que se atrevían los directores aquí, y después de media docena de dramas, se cansó de verlos representados por comparsas de actores de buenas intenciones pero opacos réditos, y renunció a la vocación de dramaturgo. Santiago García hizo mientras tanto unos montajes fabulosos del teatro alemán, ruso y norteamericano, profundizó en las teorías emocionales de Stanislavski, el distanciamiento brechtiano; en las de Meyerhold, Grotowski, Jodorowski, y se impuso la creación de una dramaturgia nacional, y un método propio de trabajo para su grupo. García acabó probando la creación colectiva como forma democrática de la realización teatral, atrayéndose sinsabores, como siempre sucede con las utopías, aun las estéticas. Y se fue a México. Y Gonzalo se volvió calvinista.
En mis errancias de adolescente me veo en un camión desvencijado llevando la escenografía de ‘El triciclo’, obra de Fernando Arrabal, a Pereira, donde acabé por casarme, en una boda que resultó como un aquelarre del mismo Arrabal. La vida es coherente aunque parece que no. Pero escenografía es decir mucho. Todo era unos cartones con manchas de Alejandro Obregón a la brocha gorda, un triciclo enano y una bolsa triste con ropa trasudada.
Cumplimos años Santiago y yo el mismo día de diciembre. Con frecuencia lo celebramos en compañía de amigos comunes con una cena que él preparaba, hablando de Marcuse. Decía que cocinaba por placer, pero sobre todo porque a veces, cocinando, lograba desempantanar las obras atascadas, y mientras quebraba unos huevos se le revelaba, por ejemplo, la necesidad de reproducir la iluminación de un Rembrandt en una escena para que cobrara significado.
Cuando con Patricia Ariza me invitó a escribir las canciones de ‘Golpe de suerte’, un montaje desgraciado en sus historias personales, retomé los ritmos de San Juan de la Cruz para que los bailaran cuatro traquetos de pesadilla con pelucas, falsos visones y coturnos. Qué irrespeto. En castigo por mi herejía el grupo casi se desbarata mientras montaba el drama canallesco, perdió los vestuarios en un muelle de Nueva York, y la obra salió de repertorio. Esos pormenores quizás aparezcan en las obras que anuncia La Candelaria. Y a lo mejor cuentan cómo García anduvo un tiempo endulzándole el oído a una novia mía con el llamado adagio de Albinoni, que además no es de Albinoni.
EDUARDO ESCOBAR