Unos amigos míos relativos, que leo y iro, se mostraron esta semana muy complacidos con el nuevo abatimiento, en Cali, de la efigie de Sebastián de Belalcázar. Me pregunto si por parecer más interesantes de lo que ya son, unos que escriben, y políticamente correctos, ocultan la verdad que deben conocer de sobra, siendo personas de muchas lecturas, como han dejado ver sus libros publicados. No entiendo por qué se ensañan en la fatuidad del nombre que es solo aire, con que veló un día su rostro de un extremeño, cuyo polvo dispersó el viento de los siglos hace tanto que ya pertenece a la literatura. Hoy descubrí una palabra nueva: agnotología: el arte de cultivar la ignorancia por interés.
Hace días publiqué aquí una nota titulada ‘Vindicación de Belalcázar’, a propósito del derribamiento, en Popayán esa vez, de otra estatua del conquistador, por una horda de iracundos. Gente plagada de ideas fijas imposibles de sostener en una civilización de la crítica de la crítica y el análisis pulverizador, como esta, que proyectándose hacia lo macro y penetrando lo ínfimo alcanzó la pericia en el sabotaje de las trampas del lenguaje de las filosofías compasivas y el sentimentalismo romántico que convierte la historia en crónica. Y agradezco a mis irados colegas que me den en bandeja aunque sea de lata la ocasión de decir algunas cosas que se me quedaron en mi vindicta por la exigüidad del espacio de los periódicos hoy, donde uno puede ser incluso insulso pero no largo, pues se escriben para gente de prisa.
Los parques no son buenos para los niños. No solo porque casi siempre están llenos de basura, mendigos, borrachos y popó de perro, sino porque casi todos en todas partes están presididos por un tipo armado para alguna cosa indecente. Y la imagen parece inadecuada para iniciar una educación saludable para la paz. Ya dije que preferiría ver paseando por los parques entre los agapantos las sombras de las estatuas de los científicos, los poetas con sus greñas, las bailarinas en un paso de danza y las palomas de siempre. Pero el mundo está hecho de otro modo.
Mis amigos tachan a Belalcázar de etnocida y asesino. Son injustos al medir la malparidez de un simple porquero de entonces con parámetros del siglo XXI. Belalcázar nació para un tiempo tempestuoso sumido en una matazón brutal en los cinco continentes: China, Persia y la Francia de Montaigne vivían sus propios zafarranchos cruentos. Y en Cuzco, Tenochtitlan y Bacatá unos imperios divididos se masacraban con fervor místico y se comían unos a otros. España, objetivamente, si suena cínico mejor, pacificó unos pueblos antagónicos que persistían en la antropofagia y los sacrificios infantiles. Y lo hizo como podían hacerlo unos chupaterrones sedientos de oro, mezclados con unos frailes rijosos y unos abogados obsedidos por una misión trascendental. Contemporáneos de don Quijote.
Belalcázar no fue un relativista cultural, antropólogo de mochila de fique y tenis chinos, lector de los estructuralistas ses que teorizaron el deseo con retorcidos galimatías y de las jergas posmodernas. Estaba condenado a ver demonios en los dioses armados de garras de los nativos y pecado en su desnudez. El tejido de tragedias de las crónicas de la conquista de América narra el choque de dos teologías, una guerra entre los dioses zoomorfos del chamanismo y el Dios abstracto de la escolástica. Y el poderoso sacrificio reintegró un continente perdido a la corriente de la humanidad global del hierro, la rueda, la pólvora, el alfabeto, la imprenta y la polifonía.
En el eterno retorno de todo parece que vuelve el espíritu de los iconoclastas orientales para asolar las estatuas en todas partes, en Cali y Kabul. En Sevilla, España, unos ciudadanos acaban de pedir el retiro de una del venezolano Bolívar, en castigo por haber estimulado y comandado una guerra civil en los feudos del catolicismo español para favorecer a los protestantes ingleses del libre comercio. Pero ese es otro cuento maligno como todos los verdaderamente buenos.
Eduardo Escobar