Durante la Semana Santa que acaba de pasar la Deutsche Welle transmitió en cuatro capítulos una serie pánica, muy apropiada para la conmemoración litúrgica, porque reseñaba otro sacrificio inverosímil: el de la crucifixión del África. Una atrocidad que cuenta entre los crímenes más vergonzosos de la cristiandad. Resultan relevantes desde el punto de vista de la historia moral los pormenores del trasiego de negros hacia las plantaciones y las minas americanas. Obligan a preguntar por nosotros mismos, por la clase de animal que representamos, si somos los depositarios de la conciencia del mundo y la corona de la creación o unos simples depredadores sin alma.
Entonces todo lo que somos, estos lujos que nos desvivimos por mantener, los museos de nuestros refinamientos, las torres de los bancos que son las nuevas catedrales, y las fábricas y la opulencia de las ciudades de los filósofos que labraron las estructuras de la mente moderna en sus gabinetes, el marco de las ideas que nos justifican y nos hacen parecer respetables, todo eso que nos envanece, guarda un regusto de hipocresía, y esparce un tufo amargo de sudor esclavo que hiede en el ambiente interior de la cultura como, según se dijo, hedían las costas de las islas caribeñas mucho antes de que aparecieran en el horizonte los barcos negreros con su gimiente carga de agonías, llenos de hombres para la venta en las plazas de Cartagena y La Habana, con las cicatrices de las cadenas disimuladas con betún de manteca de vaca o agravadas para cobrar un seguro en Londres o Róterdam.
El holocausto de la raza negra en el altar de la codicia es una mancha en la historia de Occidente, que reprime la culpa danzando sus tristes sones ecolálicos y aturdiéndose con sus tambores. Pero también induce la desconfianza hacia la humanidad en general. Porque para redondear la infamia los anales conservan los nombres y los retratos de los reyezuelos africanos que se encargaron de aprovisionar a los traficantes de carne viva a costillas de sus súbditos, y que con las ganancias del vil comercio enviaban sus hijos a Portugal a aprender a jugar a la raqueta, a recibir clases de esgrima, a usar tenedores para comer, y a vestir encajes y golas.
La victimización del africano dobla la humillación: el sufrimiento no basta para convertir a nadie en inocente. La víctima muchas veces es el cómplice necesario de su tragedia según la unidad sartreana de la víctima y el verdugo que reelabora la dialéctica del siervo y el amo de Hegel. Lo cierto es que mientras en las haciendas del Nuevo Mundo istradas a veces por revolucionarios, compadres de Marat y Robespierre, prosperaran la caña de azúcar, el algodón y las vetas de oro, en las cortes de Europa los pasteleros podían lucirse con los glotones, los modistos con las anchas condesas y los plateros con sus vajillas. Ejércitos de negros semidesnudos y hambrientos cosecharon el algodón de los vestidos de la empingorotada razón cartesiana y endulzaron sus sobremesas. Los barcos cruzaban el Atlántico de ida y vuelta. Y Ámsterdam cantaba himnos luteranos, y se decían misas en Madrid, y Voltaire destacaba la felicidad del esclavo que tuvo el honor de pertenecer a dos obispos consecutivos y juzgaba que Epicteto valía más que Epafrodito, que lo contaba entre sus semovientes.
La inteligencia ilustrada no condenaba la esclavitud sino la crueldad de los capataces que en ocasiones exhibían sin pudor en sus prótesis de madera los dientes de un esclavo cuya sonrisa les había gustado. Y mitigó con la retórica los escrúpulos cuando surgían en las resacas. Parece imposible que la civilización de las constituciones garantes de la libertad de los pueblos y de la autonomía del individuo arraigue en semejante desmadre. El resultado es la mala conciencia del hombre moderno perdido para sí mismo, pues aún ignora que es el servidor y no el amo de las cosas, la sombra del deseo de su miedo al vacío, y la imagen de la fatiga convertida en deber.
Eduardo Escobar