El hambre ha servido para hacer chistes repelentes que encubren la conciencia gris de que millones de personas se acuestan cada día con el yeyuno vacío. En un texto titulado Una modesta proposición, Swift recomendaba contra el hambre endémica de la Irlanda de su tiempo el estofado de niños añales. Eso aliviaría la carga de sus pauperizados padres. Que además podrían permitirse unos ingresos suplementarios con la venta de los sobrantes. Que proliferaban. De la televisión no se hablaba siquiera entre teólogos, la luz eléctrica era impensable, la gente se acostaba temprano, y se entretenía haciendo niños. De un niño salen dos buenos platos para homenajear unos amigos. Y si la familia come sola, los cuartos darán para una porción razonable. Dice el creador de Gulliver.
Un humorista yanqui de los años de la guerra de Vietnam conminaba a su presidente en el mismo tono: ya que el ejército asaba niños indochinos con fósforo blanco, era criminal desperdiciarlos. Y podrían servir para alimentar a los presos. Recuerdo que cuando preguntaron a Fernando González, cónsul en Bilbao, sobre la noticia de unos misioneros que se habían ingurgitado unos indígenas del Caquetá, aseguró que aquí no comíamos capuchinos porque eran difíciles de digerir. Chistes. Para entretener la digestión. Nadie bromea con su hambre.
Hace días alguien contó que en un suburbio de la capital de Colombia había familias que paliaban sus hambres con sopas de periódico. No es tan grave. Leí en una revista inglesa que los fabricantes de piensos experimentaban con una mezcla de melaza y papel para cebar los caballos de la reina. Que aunque no sepa escoger sus sombreros como es notorio, sabe cuidar sus caballos. Más valiosos, dicho sin mala leche, que un patizambo suramericano incapaz de marchar con el garbo de un purasangre, por esfuerzos que haga.
Cuando Humboldt conoció en Venezuela a los otomacos que comían tierra, cruda, o dorada al fuego, no se extrañó. Se acordó del Steinbutter, una mantequilla suave, hecha de piedra, que alegraba el pan de los campesinos de su patria. Las guacamayas neutralizan los venenos de las semillas de su régimen comiendo caolín. El recurso de la ingesta de arcillas contra los venenos ya se empleaba en la Roma del renacimiento. Allí todos sabían que antes de cenar con un Borgia era prudente incorporarse un bocado de greda, por si las cantarellas. García Márquez pone a comer paredes a uno de sus personajes femeninos. Hábito universal de los párvulos desnutridos para compensar deficiencias de minerales. Según los dietistas. La tierra debió ser el primer genérico.
Los chinos tienen fama de pasar a manteles todo lo que se mueva. Sus mercados son una oferta abigarrada de hipocampos, perros, escorpiones, murciélagos, culebras. Ciertas tribus del Orinoco comen arañas. Otros comen hormigas. Mariposas los bosquimanos. En Sampués se zampan las iguanas. Y el mono cuenta con adictos en todas partes, cocido o en barbacoa. Lo mismo que los caracoles. Yo probé en el Vaupés esas larvas de escarabajo que llaman chisas. Me gustaron las que aún no tenían las alas. Allá se crían en el corazón de las palmas abatidas. En otras partes comen tierra, pero se pueden purificar poniéndolas en harina como a las lombrices, hoy tan socorridas para hacer hamburguesas ante el creciente desprestigio de la vaca. En el sur de Colombia solía haber en las cocinas pobres jaulas con cuyes bajo el fogón. El conejillo de Indias podría convertirse en una fuente de proteínas baratas para los habitantes de nuestras periferias. La idea no es mía. Y es vieja.
El hambre sacralizada por el ayuno en todas las tradiciones religiosas, contra la gula, es trivializada por estas muchachas demasiado escuetas, empeñadas en parecer sarcófagos, que corren las ciudades ahora, sometidas a pánicas dietas de estilita. Para la medicina actual, muchas enfermedades tienen origen en los excesos de mesa. Cada año mueren de hambre 690 millones de seres humanos, pero el hartazgo mata otros tantos: hay 1.900 millones de obesos. El mundo cabecea entre la bulimia y la anorexia. Y la caquexia y la demagogia de los agitadores de masas.
Eduardo Escobar