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La literatura neutral

Algunos escritores cambian el clásico pienso, luego existo, por el pienso, luego embisto.

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En Colombia algunos aún identifican el librepensamiento con el anticlericalismo y el desdén por el sentimiento religioso, hijos tardíos de los indómitos radicales de la estirpe del Indio Uribe y Vargas Vila. Hablando razonablemente, esas posturas intelectuales ahora solo son perdonables como ejercicios de literatura humorística, en Fernando Vallejo, por ejemplo.
(Lea además: La plaga emocional)
En tiempos del Indio el cisma estaba justificado. El país necesitaba sacudir la tiranía de los presbiterios. Y el proceso liberador triunfó. Hoy el amor libre es el de todos los días y leemos los diarios que merecemos y los libros que creemos necesitar. La disputa con los púlpitos parece cancelada en todas partes. Desde que la filosofía dejó de ser la sirvienta de la teología para ocuparse de las realidades económicas de los hombres.
En Colombia la generación del nadaísmo celebró la emergencia de un mundo de relaciones nuevo. Y sus primeros textos fueron recibidos como simple literatura de alcantarilla. Más tarde, el desplazamiento de Gonzalo Arango hacia el cristianismo calvinista de los jipis pareció incomprensible pero fue congruente. El espíritu beligerante del nadaísmo se había vuelto un tic, como todos los prejuicios, una reacción emocional ante toda sombra de autoridad. La razón es móvil, exploratoria. Quien no se contradice, es porque está muerto, escribió Fernando González, otro ejemplo del librepensador, aunque injertado en el tronco del catolicismo. Todos los radicalismos acaban por invocar los evangelios.
Una sociedad se fosiliza en la comodidad de los lugares comunes convertidos en leyes en las esterilizantes dictaduras populares. Por desgracia el impulso libertario aparentemente independizado del idealismo sigue jugando a la ilusión metafísica todavía. La idea del deber moral del escritor duplica la vieja servidumbre eclesiástica. La reducción del escritor a propagandista político reveló la miseria del primer espíritu revolucionario de apariencia pura y provocó su caída en lo que hoy llaman la corrección política, refugio de moda contra lo que llamó Fromm el miedo de la libertad.
Al parecer, la independencia del escritor se confunde con el antagonismo cerrero con el poder y la neutralidad es una traición.
Estos días se habló mucho del escritor independiente y de la neutralidad de la literatura a propósito de la muerte de Antonio Caballero y los desinvitados a la feria madrileña del libro. Al parecer, la independencia del escritor se confunde con el antagonismo cerrero con el poder y la neutralidad es una traición. Aunque bien puede ser que el rebelde irreductible exprese más simplemente una constitución del carácter, en Caballero, digamos, un talante basado en la creencia de que solo vivimos puestos contra algo incapacitándonos para toda benevolencia con la vulnerabilidad de la condición humana. Algunos escritores cambian el clásico pienso, luego existo, por el pienso, luego embisto. Pero la crítica de las cosas no se cumple toda en la diatriba o el vinagre del sarcasmo. La satanización del poder por los intelectuales encubre la voluntad de dominio tanto como el delantal del tendero. La escritura es poder. Y los escritores forman una élite levantisca.
El catolicismo no es el banco Vaticano. Y al incubar al agustino Lutero está justificado de sobra. Aunque Vargas Vila tuviera la razón contra Nuñez relativamente. La historia está llena de genios neutrales. Como Homero, Shakespeare, Cervantes, Carroll, y Borges, que a veces aceptó las invitaciones de los oscuros dictadores por simple cortesía. La literatura comprometida de la estética bolchevique es una proliferación derivada de los jardines de la Ilustración, sembrados por los intelectuales de la burguesía sa que a veces adornaron la guillotina después de celebrarla. Schullz, Schow, Walser, Proust, Nabokov, y muchos más, desafiaron el pragmatismo que convierte en fiscales de la Historia y en abogados de las taras sociales a los pobres escritores, que a veces ni siquiera supieron hacer su vida. Caballero dijo que escribía para dar placer a sus lectores. Y Kafka se doblaba de risa previendo el espanto del futuro ante sus pesadillas.
EDUARDO  ESCOBAR
(Lea todas las columnas de Eduardo Escobar en EL TIEMPO, aquí)

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