George Floyd es la penúltima víctima del mito irrisorio del supremacismo blanco que valora las personas por la melanina de la epidermis. Es deplorable que un país como Estados Unidos, cúspide de la industria humana, que inventó la democracia moderna, siga siendo escenario de tales miserias bárbaras, en todo el sentido del término, de estas regresiones a la brutalidad de la bestia del origen. El racismo mancha la patria de Walt Whitman, poeta de la generosidad.
Pero el martirio de Floyd levantó los corazones y los puños de miles de personas en todo el mundo cristiano: y eso quiere decir que los políticos, que atizan las malas pasiones de la gente porque reinan en el caos, no han conseguido intoxicar del todo el espíritu que anima la civilización occidental. Las protestas contra el abuso de poder dicen que no todo anda perdido para la humanidad. Y que a pesar de todo caminamos hacia alguna parte. Y que hay gente decente todavía.
Empero, las manifestaciones incluyeron algunas muestras fatales de candidez e irracionalidad, el desafuero de las emociones primarias que suelen ser tramposas. No otra cosa fue el derribamiento de las estatuas de Colón, por ejemplo, o de Leopoldo II de Bélgica. En esa tónica, la purga debería extenderse hasta Aristóteles. Y hasta el luminoso Platón, para quienes los esclavos eran un elemento más en el paisaje de la polis. Aunque el mismo Platón padeció la desdicha de ser expuesto como mercancía en una subasta de carne viva. Epafrodito, liberto, exsecretario de Nerón, compró al turco Epicteto para que fuera su bibliotecario. Y financió sus estudios de filosofía. Hay una jerarquía de los esclavos.
Para las famas de hoy, Leopoldo de Bélgica es execrable. Pero los reyes también merecen compasión. El pobre fue condenado a soportar una corona, la desgracia es hereditaria, y vivió según los mitos de una época que incubó sus prejuicios en Gobineau, en una ilusoria preeminencia aria. Leopoldo ignoraba el relativismo cultural que reveló la generación de Nietzsche. El crimen y la gloria estuvieron asociados muchas veces. Y la última culpa es de todos, sin excepción.
Árabes, indios, aztecas e incas tomaron esclavos. La esclavitud y la guerra son expresiones universales de la condición humana desde antes de Sumer y de los chamanes siberianos que inventaron la metafísica. El léxico del amor está lleno de alusiones a la sumisión, el sacrificio y el combate. Usted que me lee es posible que vista un traje confeccionado por el esclavo chino de un campo comunista de reeducación, o por una muchacha birmana en una fábrica ilegal en Nueva York, reclutada con artimañas griegas que se usaron ya en tiempos de Homero.
El trasiego de esclavos africanos hacia América fue primero estimulado por reyezuelos negros que cambiaban a los portugueses a sus hermanos de sangre por rifles para matarse entre ellos. Los sibaritas de Europa gozaron en las golosinas de sus pasteleros de punta en blanco el azúcar de las Antillas sudada por negros. Años de luchas políticas costó a Inglaterra erradicar de su normalidad la trata de africanos; la liberal Holanda participó en el negocio. Y España. Nadie juzgó a Bolívar, amo de esclavos, por la manipulación política de su libertad que solo vino a realizarse más tarde.
El primer cura de Envigado tuvo por sacristán un esclavo, regalo del historiador envigadeño Restrepo. Pedir que cambien el nombre de la Universidad Sergio Arboleda porque tenía esclavos demuestra que la corrección política casi siempre empata con la ignorancia. A lo sumo se le deben reprochar a Arboleda las añagazas para burlar la ley de libertad de vientres. La realidad es bella y sucia. Nzinga Mbemba, rey congoleño cristianizado como Alfonso I, denunció en el siglo 16, invocando a san Antonio de Padua, el tráfico de esclavos que practicaban sus vecinos. Es imposible juzgar el pasado desde esta orilla del tiempo, por deplorable que parezca para la conciencia moderna. Tirar las estatuas no es más que un gasto inútil de energía. Un gesto vacío.
EDUARDO ESCOBAR