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Redención por la música

El cuarteto de cuerdas acepta ser lo único que puede ser honradamente el arte: alimento y consuelo.

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El cuarteto de cuerdas, cuya invención se atribuye a Francisco José Haydn, es la más excelsa de las formas musicales, según dicen; y yo acabé por creerlo después de andar entre sinfonías, conciertos para orquesta e instrumento solo, dobles conciertos y triples, sextetos, septetos, octetos, nonetos, quintetos con piano obligado, tríos, y sonatas para violín y piano o en solitario. Para un comentarista, el cuarteto de cuerdas une cuatro compañeros con iguales derechos. Cada uno halla su justificación en el servicio de acompañar a los otros sin protagonismos. El último de Haydn lo describe Goethe como una conversación entre cuatro caballeros razonables.
(También le puede interesar: Homenaje a ‘trois’ (o a ‘quatre’))
Me parece haber advertido el gusto por los cuartetos de cuerdas en las personas amantes de la vida tranquila, regidas por principios claros. Confío en las personas aficionadas a los cuartetos de cuerdas. No conozco muchas, por desgracia.
Parece imposible que Hitler descansara de bellaquerías en ese refinamiento de la forma sonata. Debió escuchar con gusto el Zaratustra de Strauss, los estrépitos de Wagner y el Carmina Burana de Orff, que endomingó los cantos de giróvago para entretener a las bestias de la Gestapo.
El ejemplo me permite incluir otros criminales de postín con inclinaciones a la melomanía. Y la megalomanía. Bolívar, bailarín famoso, solía llevar virginales en su impedimenta para relajarse después de las matanzas. Pero Lenin consideró perjudiciales las sonatas para piano de Beethoven. Porque dijo que le daban ganas de ser bueno.
Para Schopenhauer la música, la más noble de las artes, no se limita a ser un comentario de las cosas.
La orquesta sinfónica agregó a la música el desenfreno de la timbalería, tumultos de trompetas. Desde Haydn hasta Mahler y Bruckner, pasando por los músicos del nacionalismo que miman los ríos de su patria con ronquidos de cobres chorreando cascadas de babas sobre los atriles de las partituras.
La arquitectura es música congelada para Schopenhauer. La sinfonía y el piano se hicieron necesarios ante las hazañas técnicas de los constructores de los grandes teatros que no lograban copar los tímidos clavicordios y los grupos de cámara. El aumento del tamaño de los teatros coincide con el alarde sinfónico, la aparición del piano, que Menuhin llamó monstruo de tres patas, y con las óperas, cuya apoteosis llegó con los arrebatos de Wagner. El romanticismo arrastró la orquestación al desquiciamiento de Berlioz.
Los arquitectos debieron levantar teatros más espaciosos para un público de tenderos, agiotistas y traficantes de esclavos: la burguesía, heredera del poder después de la siega a guillotina limpia de las aristocracias. Estos días, cuando los conciertos a veces se ofrecen en los estadios, se apela a la impertinencia de la publicidad en la política, y a los tuits como instrumentos de gobierno. El príncipe no necesita virtudes. Solo aparentarlas. Lo cómico del fagot es que quiere pasar por seria su voz de pato.
Para Schopenhauer la música, la más noble de las artes, no se limita a ser un comentario de las cosas. Hay conciertos incomparables como los de Brahms. O el de Beethoven para violín que inicia su aventura sonora con cinco tenues toques de timbal. Pero es en los cuartetos donde Beethoven alcanza la excelencia. Los primeros, deudores de Mozart, originan el milagro de los medios. Y los últimos son música religiosa en el mejor sentido del término. Pero también honran el género el mismo Brahms, Bartok y Schömberg, reingeniería de las emociones; y Shostakovich, que consiguió producir música de primera sin levantar sospechas de infidelidad entre la zafia nomenclatura comunista. Los expresionistas de Ligeti, los abstractos de Eliot Carter, los meditativos de Peter Mennin y Andrew Imbrie hacen origamis con el silencio sin abusar de su docilidad. El cuarteto de cuerdas acepta ser lo único que puede ser honradamente el arte: alimento y consuelo. Y me salva estos días del tutainatuturumaina y el chucuchucu masivo en que convirtió la Navidad hace tiempos este vecindario de locos.
EDUARDO ESCOBAR

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