Cuando me gradué de bachiller, la periodista barranquillera Tita Cepeda me regaló tres novelas de Hermann Hesse (1877-1962): El lobo estepario, Demian y Siddhartha. Armado de esta trilogía aterricé en Bogotá para iniciar vida universitaria.
Los regalos de la Tita fueron estupendos abrebocas. Tras devorarlos, siguieron lecturas casi incesantes de lo que encontraba del autor alemán-suizo, nobel de literatura en 1946. Una de las asistentes de la Librería Contemporánea, donde buscaba sus obras con obsesión, me preguntó algún día si no era mejor que variara de menú.
No le hice caso. Hoy, su volumen parece mínimo, pero aquellos años era un montón con el que crecía mi modesta biblioteca: Gertrude, Peter Camenzind, Narciso y Goldmundo, Sobre la guerra y la paz... Apenas una fracción del trabajo de Hesse, cuyas obras completas fueron publicadas en 20 tomos en 2002, al celebrarse los 150 años de su nacimiento.
Hermann Hesse fue así un entrañable compañero espiritual, cuyos libros me ayudaron a navegar la siempre difícil trayectoria de los años universitarios.
No es claro el recuerdo sobre las razones precisas de mi atractivo hacia su obra –tal vez sus mensajes: el cuestionamiento de jerarquías, la búsqueda del ser individual, su pacifismo humanista–.
Sirvieron de contrapeso intelectual a mis lecturas en grupos de estudio sobre el marxismo, y de alivio frente al tedio de las clases magistrales. Siddhartha le ganó el título de “santo entre los hippies”, pero yo llegaba a Hesse la década después de su moda. No es claro el recuerdo sobre las razones precisas de mi atractivo hacia su obra –tal vez sus mensajes: el cuestionamiento de jerarquías, la búsqueda del ser individual, su pacifismo humanista–.
Curiosamente, no obstante aquellas aficiones hessianas, no leí entonces El juego de los abalorios, el más famoso de sus libros, escrito en su época madura y que quizás le valió el Nobel. En fechas recientes, tras años de olvido, me tropecé con una antología de sus cartas, poemas, notas y fragmentos dedicados a la vejez (Hymn to Old Age), que motivaron mi regreso a aquella pasión juvenil.
Le lectura de El juego de los abalorios me volvió a dejar encantado.
Como ha observado el profesor Peter Roberts, Hesse les había dado trato marginal a las estructuras sociales en sus obras anteriores, aunque crítico de algunas instituciones (el colegio fue uno de sus blancos); mas El juego de los abalorios es “único” por la atención que les prestó a las relaciones entre los individuos y la sociedad.
No es una novela de lectura ligera. Pero su estructura es fascinante y magistral. Y está llena de sabias lecciones. Según Roberts, la narración del “despertar” de su protagonista central, Josef Knecht, de su gradual liberación de la comunidad imaginaria y decadente de Castalia, le permite a Hesse redefinir el valor de la educación y el papel de los individuos en la reconstitución de las sociedades.
No hay allí, ni en buena parte de su obra, un manifiesto político explícito. Hesse proyectó una imagen “apolítica”. Ello no niega que esa fuese en sí misma una postura política, como señalara otro estudioso hessiano, Robert Galbreath. “Política de desapego”, la llamó, identificada por su “aversión a la política de los partidos, a las protestas, a la propaganda”, y su “total oposición a la violencia” –la eliminación de la guerra como “la más noble meta intelectual”–. Su misticismo, influenciado por filosofías de Oriente, puede también explicar su ambición de “trascender” a través del “conocimiento”.
En 1970, el ensayista alemán Henry Pachter no podía entender las razones del renacimiento de Hesse entre los jóvenes norteamericanos, y sugería enviar su obra al estante de “libros envenenados”. Mis relecturas de Hesse difieren de las de Pachter. Y he vuelto a coleccionar sus libros en un lugar especial de mi biblioteca.
EDUARDO POSADA CARBÓ