El jueves de la semana pasada, este diario publicó un informe muy interesante sobre el nivel educativo de la población carcelaria en Colombia, que muestra los siguientes datos: el 4,2 % de los reclusos son analfabetos, el 30,4 % solo cursó unos grados de primaria, 33,2 % cursó básica secundaria, 28,5 % hizo educación media y 3,7 % tiene estudios superiores técnicos o profesionales. Esto significa que el 67,8 % de las personas que hoy se encuentran recluidas en establecimientos carcelarios tienen una educación que no corresponde, por lo menos en el número de grados cursados, a lo que prescribe nuestra Constitución nacional como derecho fundamental y obligación que debe ser garantizada por el Estado. Desde luego, es muy preocupante el alto porcentaje de reclusos que han completado la educación media (21 %) porque eso lleva a pensar seriamente sobre su pertinencia en la función de formar ciudadanos responsables.
Los datos, desde luego, no son sorprendentes si se tiene en cuenta que hay numerosos estudios realizados en Estados Unidos (Lochner y Moretti, 2004), Italia (Buonanno y Leonida, 2009), Inglaterra (Machin, Marie y Vujic, 2011) y Suecia (Hjalmarsson, Holmlund y Lindquist, 2015). En todas estas pesquisas se destaca que tanto el aumento de los años de educación como la mejora en su calidad tienen un impacto sustancial en la reducción de delitos. Además, subrayan que las políticas educativas pueden ser una estrategia eficaz para combatir la delincuencia de manera sostenible.
Estudios realizados en Colombia (Paola Cruz, 2020 y María Camila Gómez, 2019, en Bogotá, y María Clara Gutiérrez, 2018, en Medellín) coinciden con los ya mencionados y refuerzan la necesidad de ampliación de la jornada escolar, la urgencia de mejoras significativas en la calidad y la indispensable articulación de la educación media con la superior, propósitos que siguen pendientes en la agenda de los últimos gobiernos.
Las políticas educativas pueden ser una estrategia eficaz para combatir la delincuencia de manera sostenible.
El asunto de la calidad es fundamental, pues de poco sirve completar muchos años de escolaridad si el proceso formativo no fomenta de manera eficaz habilidades como la resolución de conflictos, el pensamiento crítico y la autorregulación emocional, que pueden reducir la probabilidad de comportamientos delictivos. Tampoco se consigue satisfacer adecuadamente el derecho a la educación, con los beneficios individuales y colectivos que ella ofrece, si los planes de estudio no se adecúan a las necesidades de las comunidades y al desarrollo de capacidades para desempeñarse laboralmente, lo cual no solamente disminuye la necesidad de delinquir, sino que otorga dignidad y autorrespeto a las personas. Es evidente que la educación superior juega un papel indiscutible.
Todos los estudios mencionados coinciden en señalar que sistemas educativos inclusivos contribuyen a reducir desigualdades sociales y económicas, vinculadas con mayores tasas de delincuencia, a la vez que ofrecen un entorno social más estable y positivo que aquellos grupos marginales en los cuales suelen refugiarse las personas carentes de educación.
Sobra decir que también las personas con muy alto nivel educativo son susceptibles de caer en la criminalidad –basta ver los índices de corrupción– si se forman en entornos sociales permisivos, donde la ley parece ser maleable y la impunidad desde la primera infancia resulta más la norma que la excepción. Parte de una buena educación es inculcar a lo largo de la infancia y la adolescencia la necesidad de acogerse irrestrictamente a aquellas reglas y leyes que protegen el bien común y que nos defienden individual y colectivamente de los abusos de quienes creen tener más derechos o privilegios por razones económicas, políticas o sociales.
Un Estado que fracasa en la educación de sus ciudadanos está condenado a vivir en la inseguridad y la violencia, sin contar con toda la inequidad que subyace a estos fenómenos sociales.