Me parece muy inquietante que la cumbre número 50 del G-7, realizada el pasado fin de semana en Italia, haya pasado con más pena que gloria; pues medio siglo después de su creación, la influencia de sus líderes está bastante deteriorada, sin que ellos se den por enterados. De hecho, de un tiempo acá, esos encuentros de los dirigentes de las economías más influyentes del planeta han venido perdiendo relevancia, y sus conclusiones ya no suelen tener el mismo impacto de antaño.
Antes de continuar, no está de más recordar que este singular consorcio surgió en 1973, luego de la crisis del petróleo que puso a temblar a medio mundo, cuando los ministros de finanzas de las principales potencias económicas resolvieron armar una especie de coalición para fijar posiciones conjuntas alrededor de los asuntos financieros y políticos más apremiantes de la agenda internacional.
Al comienzo, ese exclusivo club estaba integrado por seis : Alemania, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido; países a los que luego se unió Canadá, para conformar el G-7. Además, en 1998, se incorporó Rusia, que no se acopló del todo a la alianza, y terminó excluida años después, luego de que se anexó la península de Crimea, en el 2014.
En sus inicios, esas reuniones de tan ilustres personajes suscitaban la atención mediática en todo el orbe, y las fotos de sus líderes acaparaban las primeras páginas de los periódicos y eran la primicia con la que arrancaban los noticieros de televisión. Y no era para menos, pues sus decisiones incidían directamente en el rumbo de la economía –y por ende, de la política– en los cinco continentes.
No obstante, en la actualidad, la pertinencia de sus resoluciones no solo es motivo de debate permanente, sino que incluso la propia razón de existir del grupo está en tela de juicio, fenómeno que en buena medida se debe al escepticismo que se percibe hoy en día alrededor de unas instituciones internacionales diseñadas hace mucho tiempo, para un mundo muy diferente del actual, tanto en términos geopolíticos como socioeconómicos.
Es verdad que en los últimos años la humanidad ha visto grandes progresos en campos como la salud, la ciencia y la educación, pero también es inocultable que la economía y el desarrollo social no han crecido al ritmo de las expectativas, circunstancia que muchos populistas han sabido aprovechar para exacerbar los ánimos y sumar seguidores a punta de promesas vacías, pero que suenan atractivas.
Buena parte del discurso de esos demagogos que poco creen en la institucionalidad vigente está dirigida a menoscabar la credibilidad, la utilidad y la necesidad de entidades multinacionales como Naciones Unidas, la Corte Penal Internacional, la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional, etcétera. Y, como si fuera poco, también enfilan baterías contra instituciones esenciales de la democracia, como el Congreso o las cortes, por considerar que obstaculizan la misión de esos caudillos que se presentan como salvadores.
Cuando se constituyó el G-7 sus sumaban el 70 % de la riqueza mundial, cifra que ha disminuido a un 45 % en la actualidad
Para completar, el panorama económico de hoy es muy diferente del de hace cincuenta años, pues cuando se constituyó el G-7 sus sumaban el 70 % de la riqueza mundial, cifra que ha disminuido a un 45 % en la actualidad, gracias al reacomodamiento de la economía global, jalonado por los mercados de China y la India, entre otros.
Y, como si todo lo anterior no fuera suficiente, este año casi todos los líderes del G-7 llegaron a la cita debilitados por las contingencias políticas de sus propios países, cosa que les restó trascendencia a asuntos como la ayuda a Ucrania, las sanciones a Rusia, el conflicto palestino-israelí, el comercio con China o la crisis migratoria.
Fue, en fin, una cumbre que más parecía un abismo.