Hace un año la OMS declaró el fin de la alarma mundial por la viruela del mono, ahora se la llama mpox. Hoy se declara una nueva alarma por el mismo virus; en realidad no es el mismo, es una variante de una rama diferente del árbol familiar del virus de la viruela (ya extinta).
La enfermedad surgió en la República Democrática del Congo (RDC) y se debe seguramente a consumo de animales silvestres que la portan, especialmente monos. La RDC es un país muy emproblemado. El año pasado, por ejemplo, hubo 300.000 casos de sarampión con 6.000 muertos, una enfermedad que en el mundo ha sido bien controlada hace años. Sus hospitales no dan abasto, hay un conflicto bélico interno muy cruel que ha producido casi siete millones de desplazados.
La alarma se dio no por la aparición de la variante allá, donde es endémica, sino porque aparecieron casos en el Reino Unido, Australia y Estados Unidos; es decir, ya se está dispersando por todo el mundo. A pesar de que esta variante produce una mortalidad mayor que la anterior, no es similar al covid-19, porque el contagio es mucho más difícil (solo por o de fluidos corporales) y entre los infectados sobrevive más del 99 %.
Pero aún tenemos fresca en la memoria la pandemia y sabemos que hay que ser prevenidos. Tener vacunas contra viruela (o unas nuevas) es importante, no para vacunación masiva sino para detener la expansión de brotes. Las medidas de prevención también serán diferentes: no será necesario el aislamiento; no habrá impacto en el trabajo ni en el estudio.
Como es costumbre, ya hay teorías conspiratorias. Parece que la mente humana funciona automáticamente bajo la presunción de ‘crimen y castigo’. Una pandemia es un castigo, luego hay que descubrir cuál fue el crimen y quién lo cometió. Hay varias soluciones prefabricadas para escoger. Se puede inclinar uno por la historia de que hay transnacionales que ganan mucho con las vacunas y deben estar detrás del problema, bien sea por haber creado el virus, bien sea por haberse inventado algo que, en ‘verdad’, no existe.
Nos toca vivir apretados en grandes ciudades y nos contagiamos más; nos movilizamos rápidamente por tierra, mar y aire y transportamos alimentos de un lado al otro, y con esos movimientos, también a los virus.
Hoy la explicación más popular, políticamente correcta, es que somos nosotros, con nuestra civilización tecnológica, que irrumpimos en la naturaleza, tranquila e inofensiva ‘por naturaleza’, e indujimos los contagios. Tal vez haya algo de verdad, pero no esa tan simple.
Los virus existen posiblemente antes que los otros organismos (hay discusión al respecto). En la Tierra hay más virus que todos los organismos vivos. El virus es el ejemplo más puro de la evolución. Su único objetivo es multiplicarse. En forma natural muta, y las mutaciones que tienen más éxito en multiplicarse predominan.
Nuestra culpa consiste en haber hecho exactamente lo mismo, y gracias a la inteligencia que desarrollamos (también por evolución) somos ocho mil millones de individuos. Nos toca vivir apretados en grandes ciudades y nos contagiamos más; nos movilizamos rápidamente por tierra, mar y aire y transportamos alimentos de un lado al otro, y con esos movimientos, también a los virus.
Esa es nuestra única culpa real. La infección desde animales siempre existió, y antes de nosotros. El más antiguo antecesor de la influenza, por ejemplo, parece haber sido un virus del esturión (un pez que es un fósil viviente) que se desarrolló (el virus) hace 600 millones de años.
Cuando éramos cazadores y recolectores hace 10.000 años, nos infectábamos igual, pero esos grupos eran pequeños y aislados, lo peor que podía pasar (y pasaba) era que el grupo se extinguiera y con él la infección.
Haríamos bien en no abordar el problema buscando criminales, sino más bien desarrollando medios de defensa y control. Eso hacen los epidemiólogos y otros individuos de bata blanca en laboratorios y hospitales.