Pocos universos tan fascinantes como el de un café. Uno de esos que el tiempo ha ido curtiendo, llenando de recuerdos, de historias, de mentiras confesadas y de verdades atrevidas que no quedaron solo en el aire: ahí anduvieron, claro, flotando en el ambiente a veces denso y otras veces ligero, pero luego fueron a dar a algún lugar. A la piel del sitio, que cubre las paredes del café como cubre el incienso las paredes de los templos. Esa piel en la que se han sumado también, y han ayudado a definir su carácter, los aromas de los granos tostados al antojo de algún conocedor, los granos recién molidos para deleite del que va a disfrutar la bebida con todas sus notas, muy despacio, sorbo a sorbo, cuidando que el tiempo no eche a perder la temperatura ideal, y para el gozo de quienes en ese momento habitan el café y reciben como una oleada de perfume ese vaho majestuoso con acento de frutas y de especias y de geografías distantes en donde los cafetales han ayudado a dibujar paisajes imponentes que difícilmente pueden retratar como es debido las postales que suelen caer en la tentación de poner a posar a las chapoleras o de disfrazar modelos para que lo parezcan.
Pero lo fascinante no es el café, que en últimas no es más que una disculpa, sino la gente que lo puebla: los habituales y aquellos de ocasión. Los primeros han ido envejeciendo con el lugar, y algunos pretenden encontrar siempre libre la misma silla que ocupan desde años atrás. Entre los segundos hay casi siempre turistas que le aportan al café un aire de universalidad con sus acentos lejanos y sus ojos bien abiertos para irar lo que les resulta diferente y novedoso.
Y, entre unos y otros, suele haber escenas suficientes para otra comedia humana al estilo de Balzac: parejas que están terminando su vida en común o reinventándola, amigos que se están desatorando de secretos, lectores que no despegan los ojos del libro más que para beber un sorbo del café, emprendedores de latitudes distantes que se conectan con sus compañeros de trabajo como si estuvieran a la vuelta de su esquina, paseantes que nunca saben en qué hora están, solitarios que viven al amparo de la bulla y del movimiento de algún café que han convertido en su templo, soñadores que hacen de las servilletas el mapa de su exitoso futuro...
Entrados en estos temas, un americano, por favor.
FERNANDO QUIROZ