Van por ahí con sus ilusiones o con sus angustias. Con sus certezas o con una sobredosis de incertidumbre que los carcome. A veces es fácil adivinarlo: se les dibuja en la cara.
Van por ahí con sus afanes. Con una prisa que no han alcanzado a entender que casi nunca tiene sentido. Estresados por el semáforo en rojo. Estresados por el anciano que va adelante y que demora los pasos. Miran el reloj cada dos o tres minutos para comprobar que les quedan dos o tres minutos menos. Que la hora acordada se acerca inexorablemente, como se acercará algún día la hora final. Sin remedio. Y casi siempre sin estar preparados para partir.
Me divierte mucho más cuando los miro desde este quinto piso –o desde el banco del parque que está a la sombra de los urapanes– y comprendo que van por ahí sin el acoso de las manecillas, sin la preocupación de los plazos, sin la angustia de estar en otro lado –al otro extremo– porque lograron que la mente estuviera ahí mismo en donde está el cuerpo.
Andan relajados quizás porque ya cumplieron. Porque les importa un carajo. O tal vez porque han desarrollado una envidiable capacidad para dejarse sorprender, que no es otra cosa que volver a esos años de la infancia en los que llaman la atención la forma de las hojas, la textura del agua, el sonido de las aves, la fragancia de la tierra un par de horas después de que la ha bañado la lluvia.
De repente se cruzan unos y otros, los que llevan prisa y los que tienen la posibilidad y la decisión de llevar los ojos bien abiertos y andar pendientes del detalle. Se ignoran, se compadecen, se estudian, se envidian, se burlan. O simplemente se cruzan.
Van por ahí con ganas de devorar el mundo o con la sensación de haber llegado tarde a la partida. O de haberla perdido ya. Van por ahí con la ilusión de cambiar un mundo que parece avanzar por el camino equivocado; hacia la destrucción, hacia el caos, hacia la extinción. O con el desconsuelo que produce la convicción de que no hay salida posible.
Van por ahí –¡vamos por ahí!– sembrando la duda o lanzando unas semillas que no se sabe si encontrarán tierra fértil. Si darán el fruto esperado. Van por ahí –¡vamos por ahí!– imaginando mundos mejores, pensando en cómo vamos a salvar tantos obstáculos o dejando que nos pase la vida, sin saber si los vientos de mañana serán propicios.
FERNANDO QUIROZ
@quirozfquiroz