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Ayudar a nacer (II)

La impreparación de las comadronas hizo que se les perdiera confianza, así como al parto a domicilio

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La única referencia que tenemos de las primeras intervenciones de esas parteras sabias nos la proporcionó el cronista Juan Rodríguez Freire en su obra El carnero. Allí se lee que hubo en Santafé “una mujer moza y hermosa que con ausencia de su marido no quiso malograr su hermosura, sino gozar de ella. Descuidose y hizo barriga, pensando perderla después con tiempo”. Pero antes de lograrlo tuvo noticia de que llegaba a Cartagena la flota que traía a su marido, “con lo cual la pobre señora se alborotó y hizo sus diligencias para abortar la criatura y ninguna le aprovechó. Procuró entonces tratar su negocio con Juana García su madre, digo su comadre”.
(También le puede interesar: Ayudar a nacer (1))
Podemos juzgar entonces que en los albores de la Colonia no solo existían damas casquivanas, sino que también se conseguían comadres que les resolvían sus dificultades, como esta Juana García, si no de las primeras que ejercieron en el Nuevo Reino de Granada, sí la única que tuvo el privilegio de figurar con nombre propio en las narraciones de los cronistas.
Y valga una digresión. Como puede apreciarse, Rodríguez Freire relaciona, con fundamento, el término “comadre” con “madre”. Rufino José Cuervo, refiriéndose a la sustitución de una palabra por otra por motivos de claridad, dice que “comadre” se aplica todos los días a las relaciones que ocasiona el sacar de pila a un niño; y que, para evitar dudas, en lugar de llamar de la misma manera a la partera, se le dice “comadrona”.
Antes de 1750, y por disposición real, en España estaba prohibido que los protomedicatos examinaran a las parteras para autorizarlas a ejercer. En julio de ese año el rey Fernando VI dejó sin vigencia dicha ley y reglamentó la asistencia de los partos por los cirujanos, dejando los casos no complicados a cargo de las matronas o comadronas. Sin embargo, tanto en Francia como en España, eran muy escasos los cirujanos que hicieran de parteros, quizás por la hostilidad que encontraban en las mujeres embarazadas y sus esposos. Como resultado, apareció una obra titulada Libro del arte de las comadres y del regimiento de las preñadas cuyo autor llamaba Damián Carbón, pensando que las embarazadas solo pedían consejo “a las comadres poco instruidas en su arte; no saben buenamente qué hacer; y ansí caen en errores”.
Entre las condiciones que según Damián Carbón debían reunir las comadres para el ejercicio de su oficio menciona la experiencia, la discreción, buenas costumbres, cara y bien formados, honradas y castas para dar buenos consejos y ejemplos; además, ser devotas de la Virgen María, es decir, debían ser un dechado de virtudes.
Entre nosotros, la Facultad de Medicina del Distrito Universitario del Magdalena, fundada en Cartagena en 1830, preparaba médicos generales y médicos diferenciados, o especializados, pues otorgaba dos clases de títulos: el de “Médico” y el de “Cirujano y Partero”. En 1833, y a solicitud de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Bogotá, el Gobierno emprendió activas medidas encaminadas a prohibir el ejercicio médico a toda persona que no tuviera título. En ese año, y por primera vez en Colombia, fueron habilitadas por el Estado algunas mujeres para desempeñar la profesión de parteras. Fueron ellas Juana Solórzano, Manuela Rodríguez e Isabel Cortés, a quienes apenas les era permitido recibir la criatura, ligar y cortar el cordón umbilical. Según el historiador Pedro María Ibáñez, “estas saludables disposiciones sobre el difícil arte de los partos fueron descuidadas posteriormente y muchas mujeres del pueblo, careciendo de instrucción científica, se dedicaron a él, causando graves males a las confiadas parturientas que se ponían en sus manos”. Esta delicada situación de salud pública perduró hasta bien entrado el siglo XX.
La impreparación de las comadronas hizo que se les perdiera confianza. Así mismo, al parto a domicilio, que era donde oficiaban. Como era inevitable su concurso en las zonas rurales, se encontró conveniente ilustrarlas y ejercer control sobre ellas. Hoy, en las grandes ciudades, las parteras son una especie en extinción, pues el parto es institucional. No obstante, su oficio es patrimonio de la humanidad.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES

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