Desde la terraza de su casa, en el barrio Aguas Claras, Angie Beltrán logra ver a la distancia el batallón de logística del Ejército Nacional. Esta unidad se encuentra construida en las laderas de los imponentes cerros Orientales que adornan la localidad de San Cristóbal, en el sur de la capital. Por allí discurre el río Fucha. Entre sus turbias aguas hace más de un mes encontraron el cadáver de su hijo.
Javier Sánchez era un joven de 19 años que se había ‘regalado’ para prestar el servicio militar. Sus vecinos lo recuerdan como un muchacho afable y alejado de cualquier vicio. Tenía una marcada vocación comunitaria y, como muchos otros bachilleres en Colombia, veía en el Ejército una alternativa de vida para salir de la pobreza y ayudar a su familia.
La historia de Javier es escalofriante. El joven desapareció el 17 de agosto. Al interrogar al coronel encargado del batallón, Angie fue informada de que su hijo era un desertor, cosa que prendió inmediatamente las alarmas. De hecho, Javier había ya ascendido a dragoneante y estaba buscando la manera de convertirse en soldado profesional. A inicios de septiembre, apenas afuera de las instalaciones militares, fue hallado un cadáver. Tuvo que someterse a los procesos de verificación de Medicina Legal porque se encontró en un estado irreconocible. La necropsia da cuenta de que Javier fue torturado durante días. Su rostro estaba incinerado y tenía muestras de golpes y traumas con arma blanca. Pasaron 4 días entre su muerte y el momento en el que fue encontrado. Según su madre, a Javier lo mataron por “saber algo”. De hecho, señala que los médicos forenses encontraron en su estómago una SIM card.
Al día de hoy, la Fiscalía no ha avanzado de manera oportuna y el proceso corre el riesgo de fenecer en los anaqueles de la justicia. Este macabro caso tiene que ser resuelto con celeridad antes de que sus responsables puedan acomodar la evidencia y distraer a las autoridades. Urge llegar al fondo del asunto y determinar quién mató u ordenó el homicidio de Javier Sánchez. Las inconsistencias del caso son múltiples y las respuestas del Ejército han sido escuetas. El hecho de que puedan verse involucrados de la institución no tiene que ser excusa para que se dilaten los procedimientos o se encubra lo que realmente sucedió.
El caso de Javier debe invitar a reflexionar sobre varios aspectos. El primero, por supuesto, tiene que ver con la necesidad de dejar de pensar que hay un doble estándar de justicia para los militares. La objetividad y la mayor transparencia constituyen la mejor respuesta que puede y debe dar la Fuerza Pública ante cualquier investigación, máxime en situaciones como la descrita, en la que debe quedar descartado el secretismo. Denunciar los posibles delitos cometidos por uniformados, cuando concurren las circunstancias que lo amerita, no es ni sacrilegio ni acto antipatriótico. Internamente, de otro lado, no debería primar la unidad de cuerpo, sino el reconocimiento de los derechos de las víctimas y la colaboración honesta y leal con la justicia.
Lo segundo se centra en abrir un debate que es imperativo: la vigencia del servicio militar obligatorio. Javier había ingresado al Ejército voluntariamente, pero ese no es el caso de la mayoría de jóvenes de los mal llamados ‘estratos’ 1 y 2, que, ya sea por falta de oportunidades educativas o por escasez de recursos, se ven obligados a prestar servicio. La pobreza los obliga a regalarle su cuerpo, vida e integridad al Estado. Y es que el tema –imposible de agotar en una columna– tiene varias aristas. Por un lado, es muestra viva de las profundas desigualdades sociales en Colombia. Quienes prestan el servicio, es decir, aquellos que sirven como prenda de garantía para la seguridad nacional y la infraestructura estratégica, son los más vulnerables. Los ricos pagan la libreta militar y regularizan su condición al ingresar a la universidad. A su vez, el pago de la libreta genera un incalculable negocio o renta pública que bien valdría ser analizado con lupa.
Es inexplicable que en un país donde se pretende construir la paz después de seis décadas de conflicto, se les esté exigiendo a los jóvenes que aprendan a empuñar un arma en vez de estar capacitando tanto a hombres como a mujeres en la construcción material y concreta de la paz y la ciudadanía. Es hora de considerar eliminar la palabra ‘obligatorio’ del servicio militar y reformar la ley 1861 de 2017. Mejor, y más acorde con nuestra realidad, sería promover un servicio comunitario para la paz. Ese sí obligatorio, sin posibilidad de ‘caparlo’ pagando una libreta, y que involucre a todas y todos los jóvenes en proyectos de carácter comunitario. A lo mejor, así podríamos ir construyendo un camino de reconciliación que al mismo tiempo permita cerrar las enormes brechas sociales que padece nuestro país. El trabajo comunitario como lugar de prácticas de reencuentro entre jóvenes y de estos frente a la realidad social educaría en la democracia y recortaría distancias entre quienes viven en una burbuja y la mayoría de sus coetáneos que están insertos en una dura y cruel realidad en la que las oportunidades son pocas y la vida se revela triste y dura.
Por ahora, mis pensamientos están con Angie Beltrán, quien, desde su terraza, todas las noches observa las luces del batallón de logística esperando que algún día se haga justicia con el asesinato de su hijo Javier, de quien conserva su libreta de servicio militar.
Ñapa: una democracia se nutre reconociendo las diferencias, no aplanándolas.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI