En una economía de mercado abierta, efectivamente, la mayor productividad aumenta el bienestar colectivo, o eso es lo que nos han hecho creer. El problema es que no necesariamente esa mayor productividad –que usualmente implica menor empleo y mayor inversión en tecnología– conduce a una competitividad comparativamente superior, es decir, a una mejor posibilidad de derrotar en el mercado mundial a quienes producen cosas parecidas o iguales. Y eso se debe a que, efectivamente, las ventajas comparativas, competitivas y un precio inferior al de los competidores no son siempre el resultado del talento empresarial, la laboriosidad de los trabajadores o las bondades inherentes de la naturaleza.
Entre los bienes y servicios que se intercambian mundialmente hay muy pocas actividades que realmente enfrenten los rigores de la competencia exclusivamente con sus propias armas y capacidades. Hoy, prácticamente no existe sector de la economía mundial que salte a la palestra sin la coraza que les provee una avalancha de subsidios gubernamentales que neutralizan las posibilidades de los que, de buena fe y sin apoyo oficial, intentan acceder al mercado internacional. Esos sectores exportadores patrocinados a su vez se apalancan en un mercado interno, el cual dominan gracias a la protección arancelaria y a las barreras ‘técnicas’.
Esa situación, que ha agravado la inequidad inherente al comercio internacional, se agudizará de una manera exponencial en el entorno de colapso económico mundial, de la profunda contracción del intercambio global y, ante todo, porque la ‘coronaeconomía’ estará por mucho tiempo regida por las normas del mercantilismo y el nacionalismo. Esto quiere decir que la autosuficiencia a cualquier costo, la preservación del empleo nacional y una balanza externa lo más favorable posible se están convirtiendo en las prioridades políticas y geopolíticas de quienes determinan la agenda global.
En ese entorno, el paradigma construido sobre el discurso de las bondades de un mercado global más abierto y una economía nacional jalonada por el sector externo no tendrá más opción que tomarse un receso. No es posible objetivamente seguir sosteniendo que Colombia puede crecer internacionalizando su economía, en momentos en que se ha desatado un enfrentamiento geopolítico de las dimensiones del que ya se observa. El objetivo de esa nueva ‘guerra fría’ (que se debe denominar más estrictamente una competencia neoimperialista) es el control hegemónico del mercado global, la dominación tecnológica, la supremacía nacional y la autarquía.
En esas circunstancias, la definición del interés nacional que ha imperado hasta ahora en la dirigencia colombiana tendrá que cambiar. El ‘cosmopolitismo’ ascendente que imperó en las últimas cuatro décadas se verá obligado a evolucionar hacia una visión estratégica defensiva en la que la protección de la producción y del trabajo nacionales tendrá que ser inevitablemente una prioridad.
Esto no quiere decir que no se aprovechen todas las oportunidades que surgen de la rivalidad entre las potencias para desplegar los intereses nacionales en cuanto a mercados, inversión extranjera, financiamiento y transferencia de conocimiento y tecnología. Sin embargo, la vía para lograrlo será –cada vez más– la política exterior, la habilidad negociadora y la actitud geopolítica con que Colombia se inserte en ese mundo nuevo. Y cada vez menos será el resultado de las ventajas competitivas y comparativas que se creen por la vía del libre mercado y la globalización.
‘Dictum’. Los laboratorios más poderosos pronto encontrarán soluciones para el covid -19. El Gobierno debe exigirles el compromiso de entregarle a Colombia esos medicamentos simultáneamente y en igualdad de condiciones que al resto del mundo. El que se niegue se va.
GABRIEL SILVA LUJÁN