La intervención de Petro en el Catatumbo supone un cambio profundo en las políticas antidrogas. Desde mediados de la década pasada comenzó una política menos agresiva contra los cultivos de coca. Pero lo que propone Petro va mucho más lejos: los cultivos, en la práctica, serán legales hasta que los campesinos encuentren sustitutos rentables. Al menos medio millón de habitantes de zonas rurales que viven directamente de la coca dejan de ser parte de los objetivos estratégicos de la guerra contra las drogas.
En términos de justicia social es un avance gigantesco. Los cultivadores de coca son el eslabón más débil de la lucha contra las drogas. Las ganancias que reciben son mínimas en comparación con las de los ejércitos irregulares y mafias, los fabricantes de cocaína, los grandes traficantes y los especialistas del lavado. Y su decisión de participar en el negocio no responde a un afán desmedido de lucro, sino a circunstancias sociales muy precarias. Los pequeños productores y jornaleros viven de una economía del rebusque, en medio de zonas desconectadas de los mercados nacionales, donde la hoja de coca es la única opción para consumir más allá de la pura subsistencia.
No por estar fundada en un criterio de justicia social, la decisión está libre de riesgos. El Eln, las disidencias y el ‘clan del Golfo’ se disputan el control de los territorios y de la población en las zonas de cultivos. Con las armas imponen las condiciones del mercado de la hoja y la base de coca, de suerte que gozan del monopolio del principal insumo para la fabricación de cocaína. Las consecuencias de las guerras entre estos ejércitos son devastadoras para la población civil que habita en la zona y constituyen un desafío a las instituciones y la autoridad del Estado.
Antes del proceso de paz con las Farc hubiera sido impensable una política de esta naturaleza. Los cultivos de coca proveían a las Farc de numerosos recursos, población y territorios para hacer la guerra revolucionaria. La destrucción de los cultivos era necesaria para neutralizar su retaguardia estratégica. El Estado colombiano se comprometió en la política propuesta por Estados Unidos de represión de los cultivos porque estaba en juego un conflicto interno.
Uno de los logros del proceso de paz es que se puede plantear una política antidrogas que no esté en contra del principal medio de ingresos de una parte importante de la población rural del país.
Ahora la situación es distinta. Los grupos armados existentes no platean una guerra revolucionaria, no pretenden tomarse el poder nacional. Las afectaciones a las élites y a los grandes intereses del Estado son mucho menores que las que causaban las Farc. En consecuencia, el Estado puede ser más condescendiente y renunciar a la represión de los cultivos como parte del repertorio de la lucha contra los actuales ejércitos irregulares. De hecho, uno de los logros del proceso de paz es que se puede plantear una política antidrogas que no esté en contra del principal medio de ingresos de una parte importante de la población rural del país.
No obstante, la situación es delicada. La disponibilidad de nuevos cultivos puede llevar a un crecimiento de los ejércitos irregulares y a confrontaciones entre ellos, con la consiguiente violencia contra la población. La Fuerza Pública tiene que estar presta a usar su capacidad disuasiva contra aquellos ejércitos que quieran aprovechar la situación para escalar la violencia. El Gobierno también tiene que definir en qué momento la mercancía comienza a ser ilegal. No puede ser cuando la hoja de coca se transforma en base, puesto que ya muchos cultivadores fabrican la base. Tendría más sentido cuando se acumula determinada cantidad de base en manos de la criminalidad, ya dispuesta para llevar a los laboratorios de cocaína.
La clave de la nueva política está en que los ejércitos irregulares se desentiendan, gradualmente, del control de la población y se concentren solamente en el control del narcotráfico.
GUSTAVO DUNCAN