Los focos de atención sobre la iniciativa de paz total no han dejado ver un interesante proceso de paz política que ha venido ocurriendo desde el momento en que Petro ganó las pasadas elecciones.
En las últimas dos décadas, en Colombia se creó un peligroso ambiente de confrontación política para la democracia. Diversos líderes de orillas ideológicas opuestas hacían uso de las narrativas del conflicto armado para deslegitimar la participación política de sus contendientes. Las acusaciones, muchas de ellas sin un sustento riguroso y sin los atenuantes del contexto, llevaron a que el lenguaje del debate político no se bajara de los alegatos de narcoparamilitar, de secuestrador, terrorista, reclutador de niños, desplazador, despojador, etc.
En la campaña presidencial el lenguaje confrontacional alcanzó sus niveles más hilarantes. Las filtraciones de los videos de la campaña de Petro mostraron que el objetivo era construir una imagen de sus adversarios como los peores villanos de la historia reciente de Colombia, así hubiera que “correr las líneas éticas”. La contraparte tampoco se quedó callada y permanentemente trajo al debate el pasado de Petro y de muchos políticos de izquierda con la lucha guerrillera.
Tanta hostilidad hacía creer que el nuevo mandato presidencial iba a ser un campo de batalla entre Gobierno y oposición, una suerte de democracia confrontacional, en que ambas partes iban a desconocer los derechos políticos de la contraparte, un escenario bastante delicado. Sin embargo, apenas ganó Petro cambió el lenguaje de hostilidad y de desconocimiento de los derechos de sus contendientes. Hizo un llamado a la unidad nacional. Tanto así que armó una coalición de gobierno compuesta en su mayor parte por el establecimiento político para manejar el Congreso. Fue una maniobra que desconcertó a muchos petristas, que aún no comprenden por qué el Presidente privilegia a quienes tiempo atrás eran considerados la encarnación de los peores males de la historia del país.
Petro ya no convoca a sus seguidores descalificando a Uribe por paramilitar. Uribe ha moderado sus posiciones, no habla de haber entregado el Estado al terrorismo.
No fue simplemente que Petro hizo un arreglo transaccional con el establecimiento político. Fue un acuerdo mucho más profundo. Poco se ha notado que el discurso deslegitimador del adversario político, fundado en sus responsabilidades en el conflicto, se ha venido extinguiendo desde entonces. Petro ya no convoca a sus seguidores descalificando a Uribe por paramilitar. Uribe ha moderado sus posiciones, no habla de haber entregado el Estado al terrorismo.
Es un proceso de paz política que ha ocurrido de manera muy silenciosa y que los analistas no han resaltado suficientemente su importancia para la salud de la democracia. La paz política permite que Petro tramite sus propuestas de cambios sustantivos para el país en las instancias institucionales pactadas por la constitución, sin necesidad de la movilización social para lograr en las calles lo que no obtuvo con consensos en el Congreso. También permite que la oposición no se vea abocada a cumplir sus funciones de control político bajo un ambiente de estigmatización por el Gobierno, en que en vez de responder por los cuestionamientos normales de la oposición llame a los entes judiciales a investigarlos y despojarlos de esas funciones.
De hecho, Uribe pareciera haber entendido que no puede hacer una oposición tan feroz como la que hizo con Santos. Cerrar los márgenes de maniobra para que el Gobierno pueda proponer una agenda de cambios que los votantes reclamaron en las elecciones –y no solo los votantes de Petro– equivale a poner a Petro contra las cuerdas, a que opte por el desconocimiento de la legitimidad del adversario como contrapeso al ejercicio de gobierno. Sería la excusa perfecta para empoderar a los radicales que prefieren un estado de permanente confrontación, por encima de las instituciones.
GUSTAVO DUNCAN