Este espacio promueve la reflexión, en conjunto, sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
Son tiempos agitados para las estatuas. Derribadas y enjuiciadas por sus detractores, defendidas a puño limpio por quienes con ellas se identifican, removidas por las autoridades o acordonadas por la policía, hoy en día parecen vivir una segunda vida. Quizás algo peligrosa, aunque menos aburrida que la de estar expuestas eternamente a la indiferencia de los transeúntes y la caca de paloma. Contra toda expectativa, en el siglo XXI los monumentos parecen recobrar protagonismo en la plaza pública.
Tomemos a Cristóbal Colón, por ejemplo. El sábado —día de la independencia de Estados Unidos—, un grupo de activistas derrocó una escultura suya en Baltimore y la echó al agua. Lo mismo pasó en Richmond hace un mes, al grito de “Columbus represents genocide”. En Boston, su efigie fue decapitada en medio de las protestas en contra del asesinato de George Floyd. Ataques análogos se registraron en Minneapolis y Houston, pero también en Irlanda, España, Bélgica.
Colón se encuentra, además, en pésima compañía, asociado con personajes emblemáticos del racismo y del colonialismo blanco como los generales confederados Carter Wickham, Lee y Bedford Forrest (fundador del Ku Klux Klan), el rey Leopoldo II de Bélgica, el actor John Wayne y los traficantes de esclavos Colston y Milligan. En las disputas de la memoria poco importan las periodizaciones históricas, las delimitaciones geográficas, los estantes disciplinarios. Como en un más allá dantesco, héroes del pasado y figuras contemporáneas, vecinos de barrio e iconos pop son enlistados en una batalla de voces discordantes para redimir las urgencias del presente. Porque la memoria siempre es un asunto del presente, donde se juegan nuevas perspectivas de futuro.
La pregunta que plantea la actual disputa alrededor de las estatuas no es tanto quién fue tal o cual personaje histórico, sino a quiénes ofende su memoria hoy. En el caso de Colón, la respuesta es clara: a los pueblos nativos y a buena parte del movimiento global antirracista. El propósito de estos gestos ha sido cohesionar diferentes movimientos sociales frente a un adversario común: el racismo hecho sistema del supremacismo blanco, representado por el actual presidente de Estados Unidos y sus aliados en el poder.
No es la primera vez que la figura de Colón genera controversias. Cuando en 1992 se llevaron a cabo las celebraciones del quinto centenario del descubrimiento de América, los movimientos indígenas, desde Canadá hasta Patagonia, dejaron muy en claro que ni de descubrimiento ni de América se trataba. Y que no había nada que celebrar, aunque sí mucho trabajo de memoria por hacer.
Desde entonces, gobiernos y activistas se disputan el control de la iconografía colombina. Hugo Chávez se escandalizó cuando en 2004 algunos simpatizantes suyos ahorcaron la escultura del almirante, solo para reivindicar el acto once años más tarde. En el pedestal vacío hizo erigir la efigie del cacique indígena Guaicaipuro. La intención inicial de los autores del gesto, sin embargo, era otra: sustituir a Colón con un tributo al pan con mortadela, imprescindible contribución gastronómica de los migrantes italianos a Venezuela.
Sí, porque los iconos son ambivalentes: aunque todos sepamos reconocerlos, sus significados cambian drásticamente según el contexto. Por eso la decisión de la presidenta de Argentina Cristina Fernández de remplazar la gigantesca efigie de Colón frente a la Casa Rosada por otra de Juana Azurduy, heroína popular de la independencia, desató un pulso con el entonces alcalde de Buenos Aires, Mauricio Macri, que reivindicaba su importancia como homenaje a la presencia italiana en el país.
A la hora de definir la suerte de los monumentos colombinos pesan más las políticas de la identidad que la historiografía de la conquista. En 2017, frente a otra oleada de protestas, la ciudad de Los Ángeles decidió remover la escultura de Colón de Grand Park y remplazar la fiesta nacional del Columbus Day con el Día de los Pueblos Indígenas.
En Nueva York, en cambio, el alcalde Bill De Blasio se limitó a nombrar una comisión y hasta hoy, a pesar de su apoyo al movimiento Black Lives Matter, insiste que Colón no se toca. Para muchos representa la integración de las comunidades de origen italiano en el sueño americano. Como escribe Alessandro Portelli: “Mirar a esa estatua, a Columbus Circle, con los ojos de los nativos americanos es agotador para un italiano, ya que nos impone reconocer que no somos lo que nos enseñaron a creer que somos. Igual, toca hacerlo.”
¿Y en Colombia? El año pasado, la alcaldía de Bogotá también decidió mover a Cristóbal Colón. En una aparatosa operación logística, la escultura fue volteada 22,5 grados hacia el occidente. ¿Tal vez un giro epistémico para renovar la memoria de la controversial figura? ¿Una torsión para que la mirada del navegante encare el exterminio, evangelización forzada y esclavización de los pueblos nativos? Nada de eso. La preocupación de la istración Peñalosa era “recuperar el valor simbólico e iconográfico del monumento” para que la mano de Colón indicara la “verdadera” ruta hacia las Indias. Vaya colombianada.
Si de mover estatuas se trata, ojalá sea para renovar nuestros referentes de pertenencia, abrirnos a una memoria más incluyente y democrática, generar debates públicos sobre lo que representa la violencia de la conquista y la colonización en un país en donde este pasado sigue pasando.
Para eso tendrían que servir los monumentos en el siglo XXI: para cuestionarnos. Más allá de la estéril diatriba entre una memoria oficial de bronce y mármol y una contramemoria que se agota en unos actos vandálicos, lo que está aconteciendo nos convoca a pensar en nuestras estatuas como dispositivos de confrontación política que propicien intervenciones artísticas, gestos transformadores, discusiones entre la ciudadanía. Ya no monumentos inertes, sino agentes de cambio: solo activando procesos de elaboración de memorias controversiales las estatuas pueden recobrar su importancia patrimonial y su lugar como bien común.
Quizás de esta manera el ícono de un navegante de hace medio milenio podría recobrar vida, para ayudarnos a desentrañar los mitos fundacionales de una república que anhela ser pluriétnica y multicultural, y que lleva inscrito a Cristóbal Colón en su mismísimo nombre.
Paolo Vignolo
Universidad Nacional de Colombi