La naturaleza política de la crisis actual tiene su propio ADN. Su huella indica que, cuando el pánico se apacigua, los viejos problemas rebrotan, hasta con mayor virulencia. El caldo de cultivo predilecto de anarquistas y comunistas disfrazados de demócratas para radicalizar y destruir cualquier asomo de libertad, por precario que sea.
Estaremos, pues, en breve, enfrentados no solo a la reedición de los problemas de gobernabilidad de Duque, sino a una campaña presidencial anticipada y agria, presa de la demagogia, pero también histórica, porque marcará el límite entre la recuperación y el salto hacia adelante o el precipicio político y social.
No es un escenario especulativo o remoto. Se deduce de algunas de las opciones en liza más relevantes que se alimentan precisamente de la cólera política y la hecatombe. Me refiero a un Gustavo Petro y al que diga Uribe. Pese a que el expresidente es políticamente un barco averiado, no hay que descartar su reencauche.
Todavía se escucha aquello de que “no se me olvida lo que era Colombia cuando ese señor llegó”. Y claro que hubo progresos muy importantes en materia de orden público, pero también pregunto: ¿qué quedó de toda esa bonanza minero-energética que apuntaló la estrategia de seguridad? Ya parece que se olvidaron la compra de la reelección y las responsabilidades políticas no asumidas; los atentados o autoatentados, o las barahúndas, como la de alias Tasmania, de las que nunca se supo.
Lo que el país puede observar es un engranaje bien aceitado en el que el fiscal Barbosa prefiere los tapaojos en la ‘Neñepolítica’, Uribe cree que va a despachar al país con frases a ‘Caya’ Daza de hagámonos pasito, o que somos tan ingenuos para creer que los 300.000 dólares fueron un simple lapsus de la directora del Centro Democrático.
No se trata de defenestrar a Uribe por ser Uribe, como lo hacen ciertas hordas que alientan cloacas de adjetivaciones como Matarife. Pero también, como ya basta de escándalos que se traslapan y diluyen con un escándalo de marca mayor, el país debe exigir y respaldar las decisiones de la Corte Suprema sobre Uribe por soborno y fraude procesal.
Sin embargo, con certeza que el alumbramiento de un nuevo país implicará necesariamente la derrota del expresidente en las urnas, porque, aunque haya llegado la hora de pasar la página de Uribe, como dice Fajardo, no se va a retirar. En cualquier caso, eso tampoco puede constituir ningún motivo de alivio porque, tal vez, el mayor riesgo lo representa Petro. Un dirigente que no dudo mostraría su verdadero rostro cuando esté en posición de desafiar la institucionalidad, y no vacilaría en hacerlo si la oportunidad se le presenta. Sus convicciones no son otras que las chavistas y radicales. Al principio, proponen expropiaciones puntuales y cohabitan con un régimen de libertad económica, pero al develarse su incompetencia e ineficiencia se tornan autoritarios como en Nicaragua y Venezuela. Una historia repetida muchas veces que no puede terminar por ahogar el futuro de Colombia.
Una circunstancia esperanzadora es que, no obstante, están dadas las condiciones, como nunca antes, para la emergencia de una opción política transformadora, de centro; para el surgimiento de un empresario impetuoso que sacrifique su tranquilidad en bien de una visión de desarrollo moderna para un país que tanto lo necesita. Ahí están, por ahora, Sergio Fajardo o el general Óscar Naranjo, quienes debieran construir un partido y lanzar listas al Congreso. El primero, para no caer preso de la nomenklatura de los camaradas del M-19, que son los que controlan la Alianza Verde, y el segundo, para no caer en el círculo vicioso al que estamos acostumbrados. Federico Gutiérrez parece refrescante, pero el problema es que ha sido de todo, desde pastranista, del Nuevo Partido, ‘la U’, uribista, fajardista e independiente, y me quedo corto. La transformación política de Colombia debe iniciarse de inmediato. De lo contrario, seremos cautivos de los de siempre, y ya sabemos lo que nos aguarda.
JOHN MARIO GONZÁLEZ