La Constitución de 1991 consagra una democracia participativa y pluralista. De conformidad con lo previsto en su artículo 2, un fin esencial del Estado consiste en “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, istrativa y cultural de la Nación”.
Dijo la Sentencia C-021 de 1996 de la Corte Constitucional: “La democracia participativa procura otorgar al ciudadano la certidumbre de que no será excluido del debate, del análisis ni de la resolución de los factores que inciden en su vida diaria, ni tampoco de los procesos políticos que comprometen el futuro colectivo. Asume la Constitución que cada ciudadano es parte activa en las determinaciones de carácter público y que tiene algo que decir en relación con ellas, lo cual genera verdaderos derechos amparados por la carta política, cuya normativa plasma los mecanismos idóneos para su ejercicio”.
Igualmente, en la Constitución está garantizada la libertad de expresión (art. 20), a la vez que, según el artículo 37, “toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”. La misma norma establece que “solo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el uso de este derecho”.
Esto significa que las marchas populares, desplazamientos, manifestaciones o protestas públicas, en tanto se desarrollen pacíficamente, sin violencia ni agresividad o incitación al delito, pueden llevarse a cabo con libertad. Su prohibición istrativa o policial –si el acto tiene el expresado carácter pacífico– sería inconstitucional.
Debe cumplir la función, en tiempo razonable. Sin dilaciones injustificadas, en especial si la terna ha sido remitida con antelación de varios meses.
Las autoridades están obligadas a respetar y a hacer respetar esas expresiones de la democracia participativa, pero en el entendido de su espontaneidad y libertad, por iniciativa de la misma ciudadanía, no por imposición o exigencia de quien ejerce el poder público, menos todavía si, consideradas las condiciones y circunstancias, la manifestación popular puede degenerar en violencia o ruptura del orden público. En tal caso, las autoridades tienen el deber de resguardarlo, para proteger la tranquilidad de la comunidad, el normal ejercicio de las funciones públicas, la integridad de las personas y los bienes públicos y privados.
Ahora bien, aunque, en nuestro sistema jurídico, la Corte Suprema de Justicia –al igual que la Corte Constitucional, el Consejo de Estado, la JEP, el Consejo de la Judicatura o la Comisión de Disciplina Judicial– es una corporación de la mayor respetabilidad, autónoma e independiente en el ejercicio de sus funciones, no es “soberana”, como le escuchamos decir a uno de sus magistrados, porque la soberanía “reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público”, según declara el artículo 3 de la Constitución.
Pero, más allá de la mayor o menor precisión de las palabras, lo cierto es que la Corte Suprema, como los demás tribunales y jueces de la República, merece respeto. El Gobierno debe garantizar que sus integrantes cumplan las funciones a su cargo –tanto judiciales como istrativas– libres de cualquier forma de presión o asedio, y de cualquier asomo de violencia o amenaza.
De acuerdo con el artículo 249 de la Constitución, el Fiscal General de la Nación será elegido por la Corte Suprema de Justicia, de terna enviada por el Presidente de la República, y debe reunir las mismas calidades exigidas para ser magistrado de esa corporación.
Una vez recibida la terna y establecido por la misma Corte que quienes la integran cumplen los requisitos, debe tener lugar la elección del titular de la Fiscalía, de manera oportuna, para que la sucesión en ese órgano de la Rama Judicial se lleve a cabo sin traumatismos ni dificultades. Debe cumplir la función, en tiempo razonable. Sin dilaciones injustificadas, en especial si la terna ha sido remitida con antelación de varios meses.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ