Hace unos días, el 3 de junio, se cumplieron noventa y nueve años de la muerte de Franz Kafka, uno de los mejores y más grandes escritores de todos los tiempos, uno de los más influyentes, sin duda, tanto que eso que llamamos la ‘literatura moderna’, lo que quiera que sea, sería incomprensible sin la voz y la sombra de ese atormentado y nervioso funcionario de una compañía de seguros que lo único que quería en la vida era escribir.
Y lo hizo pero como hacía todas las cosas que emprendía, vacilante y temeroso, persuadido a la vez de ser un genio, y lo era, y un desastre, y lo era. Ya se han estudiado hasta la saciedad todos los detalles de su biografía que explican ese temperamento tan extraño e inquietante, esa especie de destino contrariado que es la esencia y la gracia de su obra; más no se puede escudriñar en la vida de Franz Kafka para encontrar nuevas claves de su talento sin igual.
Su padre, un hombre de negocios abnegado y práctico, un judío que descendía de una estirpe de reconocidos matarifes en la Bohemia, quiso toda la vida que su hijo Franz, el mayor de seis hermanos, se dedicara a algo útil y tangible, un oficio de verdad. Por eso celebró en un inicio su interés por la química, y luego, cuando ese interés se diluyó en toda clase de especulaciones y extravíos, lo obligó casi a estudiar derecho, una tortura atenuada solo por la literatura.
También ese es el secreto de su obra, las miserias del burocratismo, la cárcel asfixiante que son los días, mientras los atravesamos albergando siempre la ilusión de que acaso todo esté en otra parte.
Así que Kafka le hizo caso a su papá, con el que tenía una relación dificilísima y traumática, basta leer la carta que le escribió y nunca le envió y que hoy es uno de sus textos más reveladores, Carta al padre, y se dedicó a las leyes y se empleó en el mundo de las aseguradoras, trabajo que luego combinaría con su emocionante papel como copropietario, junto con uno de sus cuñados, en una fábrica de asbesto.
Esa era su vida, el padecimiento diario de oficios que le robaban el tiempo para sus dos verdaderas y únicas, y fallidas, pasiones, el amor y la literatura. También ese es el secreto de su obra, las miserias del burocratismo, la cárcel asfixiante que son los días, uno tras otro, mientras los atravesamos albergando siempre la ilusión y la quimera de que acaso todo esté en otra parte, ojalá. Despertar un día convertidos en un insecto, eso es mejor que lo que somos.
Hay en la obra de Kafka una impugnación feroz e irónica de la injusticia y del absurdo que al final se imponen como el signo, el rasgo inequívoco de la existencia humana. Todo parece ser un tupido laberinto; todo nos lleva a un cruce de caminos que se multiplican y se bifurcan sin llegar nunca a la salida. No en vano existe el adjetivo ‘kafkiano’ que la RAE define así: “Dicho de una situación: absurda, angustiosa”.
Algo tiene que ver también con esa característica de su obra el mundo en el que nació Kafka: los días finales del Imperio austrohúngaro, ese enjambre de pueblos y culturas que convivían bajo el manto del águila bicéfala de los Habsburgo. Praga era entonces una ciudad luminosa, con la luz del crepúsculo al atardecer, en cuyos cafés se daban cita muchos de los mayores escritores de la lengua alemana.
Pocos sabían allí, en ese imperio terminal que reverberaba de soldados y burócratas y amaestradores de pulgas, que el mejor de ellos, el más grande de esos escritores y poetas, era ese oscuro muchacho de orejas de vampiro, ese judío genial e hipocondriaco que era capaz de ir hasta Berlín a visitar a Felice Bauer, uno de sus amores platónicos, llegar hasta la puerta de su casa, fingir que tocaba y luego devolverse en el siguiente tren sin haberla visto siquiera.
Ese era el fuego que ardía en su alma, o como él mismo dijo de lo que debería ser un libro, el hacha que rompe el mar congelado que llevamos dentro.
Casi un siglo de Kafka, me parece muy poco.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN