A raíz del estallido social, ha habido unas conversaciones muy interesantes, otrora improbables, entre diferentes sectores del país. Si bien no todos los líderes de las protestas ni todos los sectores sociales se han dado la oportunidad de escucharse, muchos sí lo han hecho, y en ese proceso uno se encuentra con varias lecciones que son contrarias a aquello que se tiene en el imaginario colectivo.
En primer lugar, los líderes sociales en el país no piden plata: piden establecer una relación que les permita reconocerse y tejer confianza. No pretenden que todo se los den. Tienen claro que, de seguir por el camino asistencialista, “ellos se van a cansar de pedir y los otros de darles”. Simplemente anhelan ser protagonistas del proceso de cocreación en su territorio. Aspiran a que se trabaje CON ellos y no PARA ellos.
En segundo lugar, en muchos sectores sociales se despertó una reflexión genuina sobre la importancia de hacer más y mejores cosas con el propósito de desactivar la exclusión. En ese camino, la gran lección es la necesidad de exponerse e invertirle tiempo a la conversación directa en los territorios. Entendiendo que la presencia hace la diferencia y que el objetivo del diálogo es escuchar los miedos, rabias y sueños de cada uno, sin estigmas ni supuestos previos, en lugar de tratar de convencer al otro.
Hasta que, como sociedad, no seamos capaces de conciliar estas dos visiones hacia una que se acerque más a la palabra protección, va a ser muy difícil alcanzar propósitos comunes.
Las conversaciones que han tenido lugar en Cali entre líderes sociales, que en su momento fueron muy activos en las protestas, y el grupo de empresarios que integran Compromiso Valle son un ejemplo exitoso de esto. Los mismos líderes cuentan hoy cómo –a la fuerza– el momento les exigió abrir caminos de diálogo, en los cuales, después de una primera reunión muy difícil, se pasó a un proceso importante de escucha de parte y parte; donde, con el tiempo, unos entendieron la urgencia de “bajarle el nivel a la rabia” y otros le perdieron el miedo a la conversación entre diferentes. Tanto así que, como ellos mismos dicen, ahora están “trabajando juntos”, y cuando se refieren a los empresarios, resaltan frases tan significativas como “pasamos de odiarlos a amarlos”.
Por último, como dice otro líder, en el calor del estallido social “quedó en evidencia que todos éramos vulnerables y, al final, buscábamos lo mismo: protección”.
Este último punto nos obliga a examinar las diferentes concepciones que los distintos sectores tienen sobre el Estado. Para unos, el Estado es el agente que pone el orden, mientras para otros es el que impone el desorden, el Estado “opresor y asesino”, el que no les quita las manos de encima. Hasta que, como sociedad, no seamos capaces de conciliar estas dos visiones hacia una que se acerque más a la palabra protección, entendida desde una concepción más cercana a la noción del cuidado que a la noción de fuerza, va a ser muy difícil alcanzar propósitos comunes. Conciliar estas dos visiones, sin embargo, no significa buscar un consenso sobre lo que el Estado debe hacer, sino comprender que el concepto de cuidado para unos será entendido como un Estado que tienda la mano con oportunidades y, para otros, como un Estado que garantice las libertades y la seguridad física.
El paro nos enseñó que es posible elevar el nivel de conciencia sobre el otro. Razón tiene Arthur Brooks, el escritor de Ama a tus enemigos, cuando afirma: “El odio no es el opuesto del amor, sino el miedo”. Y el camino más expedito para perderle el miedo al otro es darse la oportunidad de conocerlo y escucharlo sin prevención. En este proceso uno comprende que todos somos igual de vulnerables y que, más que dinero, tenemos que estar listos a invertir tiempo y disposición para construir juntos.
JULIANA MEJÍA