La búsqueda de reconocimiento y validación es el motivador principal y el denominador común de los seres humanos hoy. El miedo profundo al rechazo y la exclusión hace que buena parte de los actos y esfuerzos de los individuos estén orientados a este propósito. En su libro La cuadra, Gilmer Mesa lo explica muy bien: “… el respeto es más necesario para vivir que el aire, sin él no se es nada o, mejor, no se es nadie”.
La necesidad de reconocimiento es tan fuerte que se convierte en el motivador de muchas personas para salir adelante, hacerse notar y dejar huella, aunque no necesariamente esa huella sea positiva en todos los casos. Hay quienes, como decía William Faulkner, “entre el dolor y la nada, prefieren el dolor”. Al sentirse invisibles, algunos están dispuestos a todo con tal de lograr ser vistos y tratados con respeto, inclusive si ese todo significa castigar y hacerse odiar.
El interés por ser alguien surge de la comparación con los otros. Y, en el fondo, cobra mayor relevancia que los medios a través de los cuales se consigue, que casi siempre son: poder y dinero.
Para entender lo importante que puede llegar a ser la búsqueda de validación y aceptación para las personas hoy, hay que mirar lo que ocurre en las redes sociales.
Ellas están sustentadas en el miedo a la soledad; miedo que sus s están solventando con el número de amigos, seguidores y likes obtenidos. Sin darse cuenta de que al tratar de reemplazar las relaciones interpersonales por el mundo virtual, se están aislando aún más y están perdiendo, en el camino, las habilidades sociales que requerimos para establecer la conexión con el otro. Siempre nos es más fácil decir lo que queremos y pensamos teniendo de frente un teclado y no la mirada profunda de alguien.
El uso de las redes sociales está generando tantas inseguridades que terminamos viviendo la vida en una pecera.
De igual forma, con las redes surgió una exigencia que antes no teníamos: exhibirnos. Mostrar vidas plenas y la mejor versión de cada uno. Fracasos, frustraciones e infortunios son omitidos, pese a que todos, en el fondo, sabemos que esas expectativas son poco realistas y que esa plenitud es inalcanzable. En el afán por llamar la atención, ser auténticos y emular los triunfos de los demás, estamos incluso dispuestos a ponernos una máscara y mostrarnos como el objeto del deseo, hasta el punto en que somos nosotros mismos los que acabamos vendiéndonos como un producto.
El uso de las redes sociales está generando tantas inseguridades que terminamos viviendo la vida en una pecera; sin darnos cuenta de que ésta termina por girar alrededor de complacer al mundo de afuera, en lugar de al mundo de adentro. Con esa falsa sensación de libertad, quedamos presos de la atención de los otros y, lo que es más grave, perdemos nuestra autonomía y renunciamos al yo más íntimo.
Esa manera de afrontar el mundo, guiada por la necesidad de reconocimiento y validación, nos ha llevado a estados emocionales devastadores, que agudizan enfermedades mentales como la ansiedad y la depresión. Estas perturban, además de la vida individual de quienes las padecen, el bienestar social, ya que al afectar la autoestima de los individuos, afectan también la posibilidad de impulsar comportamientos prosociales, como la confianza y la cooperación. Así, las políticas públicas necesariamente deben incluir esta mirada psicológica, porque, como dice el pensador surcoreano Byung-Chul Han, las enfermedades mentales “son la pandemia del presente”.
Si en el atardecer de la vida, la lucha de todos los hombres termina siendo una cruzada por la dignidad, por sentirse reconocidos y validados, por ser alguien…, es mejor que desde ya empecemos a hacer una apuesta seria por la inclusión.
JULIANA MEJÍA