Kader Attia está en Bogotá. Encontrar su arte es sentirse atraído hacia lo irresuelto, lo marcado y lo sagrado. Nacido entre Argelia y Francia, donde habita espacios que lo sensibilizan ante los conceptos de identidad y memoria, traduce sus experiencias en instalaciones que resuenan universalmente, y que encuentro particularmente interesantes en el contexto colombiano.
Este artista, reconocido por museos y honrado con grandes galardones, posee gran rigor académico, lo cual hace que el privilegio de sentir su obra se extienda a escuchar sus palabras.
La historia humana refleja los desacuerdos naturales entre los individuos e impone la realidad de que estos tienen momentos de reacción inmoral, violenta y desproporcionada donde surgen heridas espirituales y físicas que requieren, e intentan, repararse. En el corazón de la filosofía de Attia está justamente la idea de reparación, no como un retorno a la totalidad, sino como un reconocimiento de la ruptura. Para él, las cicatrices no son simplemente evidencia de daño; son historias, portadoras de resiliencia y transformación.
Inmersos entre un mundo moderno que busca la perfección, el autor nos presenta otros espacios que han venerado la herida y la cicatriz. El kintsugi (reparar con oro), por ejemplo, del wabi-sabi (la belleza de la imperfección) del Japón. Su obra trae a la conciencia que no podemos volver lo herido o dañado a su estado original por más que involucremos trucos, ciencia y tecnología. Reta el mito de la perfección demostrando no solo que el objeto tuvo una herida sino que por él ha pasado el tiempo. Refleja nuestro comportamiento cruel, pero celebra la resiliencia del vulnerado.
Su arte nos desafía a vernos a nosotros mismos y a nuestras historias, no impolutas sino como complejas, heridas y vivas.
El arte de Kader con un estilo poético y alto sentido estético se niega a dejarnos olvidar. Critica la amnesia y la arrogancia del modernismo, su afán por oscurecer las historias bajo el pretexto del progreso. Sin embargo, el trabajo de Attia no es desesperanza. Es un llamado a ajustar cuentas. Sus instalaciones son actos de diálogo, reparación, no borrando sino reconciliando. La reparación es un acto comunitario, una forma de vida que honra las cicatrices como lecciones en lugar de fracasos.
En la carrera de la vida moderna hacia la perfección, el artista nos recuerda el valor de su opuesto. Cree que las cicatrices tienen poder: son prueba de supervivencia, reservas de belleza. Su arte nos desafía a vernos a nosotros mismos y a nuestras historias, no impolutas sino como complejas, heridas y vivas. Su mundo es uno de espejos rotos, pero en sus grietas revela una verdad: ser humano es estar roto, y estar roto es reparar.
La obra de este hombre nos invita a recordar, no con nostalgia, sino con un propósito. En los fragmentos del pasado, encuentra semillas para el futuro, pidiéndonos que confrontemos nuestras cicatrices e imaginemos un mundo donde reparar no sea un acto de olvido, sino un proceso de devenir.
Esta propuesta que se basa en los estudios del artista sobre el colonialismo, las dos guerras mundiales y culturas lejanas tiene un encanto particular al ponerse en el territorio colombiano, donde también aparecen el colonialismo, las historias violentas y la marginación, dejando en otras formas las mismas huellas que solicitan reconocimiento de la herida, demandan reparación y renacer en un nuevo país que no niega pero cree, crea y crece hermosamente ante sus huellas.
La puesta en escena de sus obras es maravillosa, pues su formación de arquitecto lo hizo retarse y disfrutar la propuesta de Rogelio Salmona en los espacios del Mambo. Me detengo sin hablar de las piezas para no arruinar la sorpresa que ofrece ver una exposición que significa romper la rutina del día con la oportunidad de un momento memorable y el privilegio de hospedar a Kader Attia en Bogotá.
Transparencia: soy directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, Mambo.