Cuando a mediados del siglo XIX se acostumbraba en Europa publicar por episodios novelas por entrega, el escritor francés Henri Murger llevaba cinco años deleitando a sus lectores con Escenas de la vida bohemia, en el periódico parisino El corsario de Satanás. Ambientadas en el corazón de París, describían la vida cotidiana de un grupo de jóvenes artistas: “Pedir prestado, no pagar deudas, irse a la cama sin cenar o cenar sin irse a la cama, quemar manuscritos o lienzos en una chimenea sin leña” y tantas otras ventajas y desventajas de ese “divino tesoro” de la juventud, convertido en arte, sin vencer la pobreza.
Era una distracción literaria por excelencia. Aparecieron en forma de libro en 1851, y nunca dejaron de reeditarse. Según la leyenda, las últimas palabras de este autor fueron: ¡Basta de música. Basta de ruido. Basta de bohemia!
Dos grandes de la música italiana se inspiraron de manera simultánea en estas escenas y compusieron la misma ópera, bajo el mismo nombre: La bohemia. Se dice que Giacomo Puccini y Ruggero Leoncavallo llegaron a pelearse por la titularidad de la obra. Hay cartas y pruebas inconfundibles que testimonian el interés prioritario del napolitano Leoncavallo sobre el libreto francés. Pero la apuesta del tiempo la ganó Puccini, que presentó su Bohemia en Turín en 1896, mientras que, quince meses después, veía la luz en Venecia la otra Bohemia. La primera, que no tuvo mayor éxito de la crítica en el estreno, pasó a la historia como la ópera más representada en el mundo de la lírica, y la otra se quedó para ser vista en pocas ocasiones.
Con algo de timidez me recuerdo como cantante solista de Leoncavallo tanto en el disco de Nuova Era como en la superproducción de La Fenice de Venecia de los años 90. El compositor vio en Musetta la protagonista femenina con voz de mezzosoprano, mientras que Puccini la centró en Mimí, la soprano del drama.
La bohemia, quizá la obra maestra de Puccini, es una de las más originales creaciones del teatro lírico. A causa de las tormentosas relaciones entre sus dos libretistas, Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, y de estos con el compositor, que pretendía “lo imposible”, por poco se abandona la partida. El resultado: un perfecto equilibrio entre instantes alegres y momentos conmovedores, entre realismo e impresionismo, con una nítida caracterización de los personajes.
El resultado: un perfecto equilibrio entre instantes alegres y momentos conmovedores, entre realismo e impresionismo, con una nítida caracterización de los personajes.
Gracias mil veces a Cine Colombia, que abre las puertas del Metropolitan Opera House de Nueva York durante su temporada de verano 2024, en todas las ciudades del país. Así fue posible ver y escuchar, con la mejor calidad técnica, la transmisión en vivo y en directo de la producción de esta ópera cumbre.
En esta versión clásica llena de magia, concebida por Franco Zeffirelli, la acción tiene lugar hacia 1830 en una buhardilla parisina, la víspera de Navidad, donde el poeta Rodolfo, su amigo el pintor Marcelo, el filósofo Colline y el músico Schaunard improvisan un festín. Llega Mimí, una modistilla, y la historia de amor empieza bajo el encanto de la poesía. Musetta, con su coqueteo, canta para el pintor uno de los valses más conocidos de la lírica.
Bajo la batuta del maestro Marco Armiliato se lucen las mejores voces del momento: Sonya Yoncheva, Susana Phillips, Michael Fabiano, Lucas Meachem, Alexey Lavrov, Matthew Rose y Paul Phiska representaron a estos bohemios inmortales.
Es tal la huella que deja esta ópera que quien se consume en ella durante los cuatro actos de su duración llora de belleza desde el primero al último compás. Y llorar de belleza es el sollozo que más falta le hace a la humanidad, ayer, hoy y mañana.