Vladimir Putin está angustiado. No lo denotan sus palabras ni sus gestos inescrutables, pero sí sus acciones. La más elocuente en estos días fue su encuentro con Alexander Lukashenko, el dictador de Bielorrusia, en el que le ofreció apoyo militar y económico para enfrentar las multitudinarias protestas callejeras contra su fraudulenta reelección el 9 de agosto.
Mientras Putin le daba este espaldarazo a Lukashenko, en la frontera con la pequeña república que formó parte de la Unión Soviética hasta 1991 estaban desplegados efectivos policiales y de seguridad rusos, listos a intervenir contra las protestas. Fue una clara señal de que Bielorrusia puede sufrir la misma suerte de Georgia en 2008 y Ucrania en 2014, cuando Putin optó por la intervención militar para recuperar el control en los antiguos territorios soviéticos e imponer el predominio ruso sobre su ‘patio trasero’ euroasiático.
Aunque la situación bielorrusa puede llegar a ese punto, el principal motivo de preocupación de Putin no parece ser el conflicto interno de su pequeño vecino sino la posibilidad de que la crisis se contagie a Rusia. Hasta hace poco era casi imposible imaginar que el nuevo zar fuera a enfrentar un desafío serio, protegido como está por la falta de un sindicalismo fuerte, una prensa crítica y, sobre todo, una oposición considerable. Pero la rebelión popular contra Lukashenko lo obliga a poner sus barbas en remojo.
El escándalo por el envenenamiento de Alexei Navalny puso al descubierto la corrupción que corroe el Kremlin y la resistencia que esta genera en la población, sobre todo desde la reforma constitucional que Putin promulgó el 4 de julio para asegurar su permanencia en el poder hasta 2036. No hay que olvidar que ella fue ‘legitimada’ en un referendo con una votación favorable del 80 por ciento, parecida a las que se efectuaban en la era soviética y a la que produjo la quinta reelección de Lukashenko.
Ya recuperado, Navalny ha dicho que volverá a la lucha, en la que sufrió persecuciones y varias veces la cárcel antes del envenenamiento. Seguirá la carrera que comenzó en los años 90 del siglo pasado, primero como militante de un partido liberal y después en forma independiente. En 2013 fue candidato a la alcaldía de Moscú y quedó de segundo, con 27 por ciento de los votos. Estimulado por este resultado, decidió enfrentarse a Putin en la elección presidencial de 2018, pero esa vez no tuvo suerte. Su registro no fue aceptado por las autoridades electorales con el pretexto de unas acusaciones en su contra, entre otras razones por haber asistido a reuniones no autorizadas por el Gobierno.
Su constante actividad en las redes sociales lo convirtió en una figura familiar para muchos rusos. Con llamativos videos y mensajes muy simples contra el régimen, llegó a millones por medio de YouTube, Facebook e Instagram. Uno de sus mayores éxitos fue una grabación hecha en 2017 desde un dron sobre la residencia secreta del primer ministro Dimitri Medvedev a orillas del río Volga y su viñedo en la Toscana, que tuvo 38 millones de visitas. El video manchó la reputación de Medvedev y generó manifestaciones callejeras.
Su espacio más conocido está en YouTube y se llama ‘Navalny en vivo’. Su más reciente aparición fue el jueves 13 de agosto, una semana antes del envenenamiento. El tema de ese día fue la crisis bielorrusa, en la cual señaló paralelos con Rusia. Uno fue el de los eslóganes usados por los manifestantes de Minsk, parecidos a los empleados en Khabarovsk, una ciudad rusa donde miles de personas estaban saliendo a las calles a protestar contra Putin.
Navalny y sus seguidores aspiran a ver en Rusia una reacción popular contra el régimen semejante a la de Bielorrusia. Lo que está haciendo Putin indica que también la ve venir. Debe sentir lo que dice el poema de John Donne citado en la célebre novela de Hemingway: “No preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
LEOPOLDO VILLAR BORDA