Hace ya más de un mes que se ventila en el escenario internacional el escándalo del envenenamiento de Alexei Navalny, el opositor de Vladimir Putin. Es temprano para saber cuáles serán sus efectos a largo plazo, pero ya son varias las consecuencias inmediatas que ha provocado en la política mundial.
La primera fue la rápida acción del Gobierno alemán para trasladar a Navalny a Berlín y ofrecerle la atención necesaria hasta lograr su recuperación en el mundialmente famoso hospital Charité, que forma parte de las facultades de medicina de las no menos célebres universidades Libre y Humboldt de la capital alemana. Allí, los médicos encontraron en la sangre, la orina y la piel de Navalny, así como en una botella de la cual había bebido y que su familia conservó, rastros del agente nervioso Novichok, desarrollado en la Unión Soviética en las décadas de 1970 y 1980 y considerado uno de los más mortales que existen.
La sospecha de que el Kremlin estuvo detrás del envenenamiento provocó una brusca alteración de las relaciones de Rusia con Alemania y la Unión Europea. La canciller Angela Merkel, apoyada por la UE, exigió al gobierno de Putin responder por el caso, y sectores importantes de la opinión alemana como el Partido Verde, el Partido Democrático Libre (FDP) y hasta algunos de su coalición de gobierno le pidieron a Merkel tomar represalias contra Moscú.
La primera que mencionaron fue la de suspender la construcción del gasoducto marítimo Nord Stream 2, el proyecto más importante que ejecutan los dos países para transportar gas ruso a Alemania. Es una tubería de 1.234 kilómetros que va por el fondo del mar Báltico desde la localidad de Viborg, en la frontera rusa con Finlandia, hasta la ciudad alemana de Greifswald, bordeando Estonia, Latvia, Lituania y Polonia, sin tocar sus territorios.
La suspensión del gasoducto sería un duro golpe para Rusia, pero también para Alemania. Merkel no ha dado este paso por esa razón y también porque prefiere actuar en conjunto con los demás de la UE, que podría adoptar sanciones contra el Gobierno de Moscú como lo hizo en 2018, cuando el doble agente ruso Sergei Skripal y su hija fueron envenenados con Novichok en la localidad inglesa de Salisbury.
El hecho de que en Berlín se considere la posibilidad de suspender el gasoducto muestra la seriedad con la que se contempla la situación en los centros de poder alemanes. Muy distinto es lo que ha ocurrido en Colombia en los dos últimos años respecto a las extrañas muertes de Jorge Enrique Pizano y su hijo Alejandro, ocurridas con dos días de diferencia en su casa de Subachoque en noviembre de 2018, sobre la segunda de las cuales no hay duda de que se trató de un envenenamiento.
La Fiscalía no avanzó en la investigación para establecer las causas de esas muertes y la identidad de las manos criminales que pudieron estar detrás de ellas. Lo único que sabemos es que Alejandro Pizano ingirió cianuro al beber de una botella de agua saborizada que encontró en el escritorio de su padre. Así lo estableció Medicina Legal, que en cambio no halló rastros semejantes en el cuerpo de su padre.
Lo cierto es que las muertes de los Pizano, como tantos otros episodios enigmáticos en la historia nacional, siguen envueltas en el misterio. Esto es doblemente grave porque la falta de claridad sobre las circunstancias en que ocurrieron contribuye a ocultar los vericuetos del escándalo de corrupción de Odebrecht, el mayor de los últimos años en el país, cuyos tentáculos llegaron hasta el corazón del poder.
Jorge Enrique Pizano estaba rastreando esos tentáculos al destapar la olla podrida del Consorcio de la Ruta del Sol 2. Ojalá la reapertura de la investigación, que fue cerrada hace dos años por el entonces fiscal Néstor Humberto Martínez, sirva para descubrir los intríngulis del escabroso caso y ver cumplido lo que dice el refrán: que la justicia cojea, pero llega.
LEOPOLDO VILLAR BORDA