Ya se ha dicho hasta el cansancio y es cierto: el 'orden mundial' que conocimos durante décadas (ocho, para ser exactos) y que surgió después de la Segunda Guerra Mundial está llegando a su inexorable fin, sobre todo en lo que se refiere a la defensa y la reivindicación de los principios y valores de la democracia liberal, siempre endeble y fallida, imperfecta, oligárquica, en fin: la peor forma de gobierno salvo todas las demás, como la definió Winston Churchill.
Claro: durante buena parte de ese tiempo lo que rigió la suerte del mundo fue el pulso maniqueo y bipolar de la llamada Guerra Fría, el enfrentamiento latente y nunca del todo consumado entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Pero a finales de los años ochenta del siglo pasado, con el desplome de los regímenes socialistas de la Europa oriental, pareció como si el modelo liberal y democrático se hubiera impuesto como el único posible y el único viable.
Hoy ya sabemos que era esa una ilusión falsa y necia: la reedición, más bien, además en el tono más pretencioso y arrogante que quepa imaginarse, de una idea que muchas veces ha persuadido a los hombres y los ha hecho quedar en ridículo: la idea del fin de la historia, la creencia de haber llegado a la plenitud de los tiempos como si ciertos valores y caprichos de una época en particular fueran la solución definitiva de los grandes conflictos de la humanidad.
Muchos se rieron en su momento, y con razón, del dogma democrático y liberal y su aspiración definitiva; muchos señalaron que debajo del cráter humeante de la Guerra Fría lo que venía era una erupción mucho peor con conflictos de todo tipo, demográficos, económicos, culturales, religiosos, que nadie había querido ver en su verdadera dimensión por estar pensando solo en la disputa ideológica entre el comunismo y el llamado 'mundo libre'.
El problema no son los medios sino los fines, por supuesto, el problema no es internet sino el ser humano y su irrefrenable vocación autodestructiva y despótica.
Lo que era imprevisible entonces, eso sí, salvo en el caso excepcional de unas cuantas voces agoreras y proféticas, fue el impacto político que iban a tener en el mundo entero las nuevas tecnologías de la comunicación y la información derivadas de la gran revolución que estaba ocurriendo en el mundo de los computadores y otros dispositivos que hasta entonces la gente solo usaba para trabajar, más o menos, y sobre todo para jugar el Príncipe de Persia.
Lo dijo Michel Serres, el gran sabio francés: revoluciones de verdad en la historia solo ha habido tres: la escritura, la imprenta e internet, y en el caso de esta última los efectos políticos han sido devastadores, porque lo que se pensaba que iba a contribuir como nada al fortalecimiento de la cultura abierta y democrática y el pensamiento libre, y hasta cierto punto sí, también ha sido el instrumento más eficaz para fortalecer el autoritarismo.
El problema no son los medios sino los fines, por supuesto, el problema no es internet sino el ser humano y su irrefrenable vocación autodestructiva y despótica. Aterra empezar a aceptarlo, pero lo que le faltó al totalitarismo del siglo XX para triunfar del todo fue un recurso de masificación de sus delirios y bajezas, su propaganda y sus mentiras, tan eficaz como hoy son las llamadas 'redes sociales'.
Al ser humano le fascina la tentación totalitaria, lo enloquece, y los perversos caudillos que la encarnan no son la causa sino la consecuencia, el síntoma de un mal mayor que es colectivo y social y que refleja las pulsiones más oscuras de una especie que siempre que puede salta al vacío y lo hace feliz, orgullosa, convencida de que allí está su salvación. ¿No han visto ustedes quiénes gobiernan esto? Es la nave de los locos, el cuadro del Bosco.
Pero tranquilos: ya el presidente republicano de los Estados Unidos está al servicio de Vladimir Putin. Qué puede salir mal.