El jueves estábamos con el ojo más húmedo que de costumbre al ver las conmovedoras imágenes de la tragedia en Sutatausa, Cundinamarca, donde murieron 21 mineros, seres a quienes iro por su valor y su labor bajo la tierra, más yo que siento miedo en el sótano de un centro comercial.
Los respeto, queridos mineros, por esa sangre fría al irse a trabajar a más de 1.000 metros de profundidad, expuestos a no volver. Solo en el 2022, 120 de ellos entregaron su vida en las entrañas de la tierra. Seres buenos, laboriosos que dejaron inconsolables a madres, esposas, hermanos e hijos.
Fueron 120 funerales, tan tristes como discretos, pero sin eco, sin tocar casi la consciencia en la sociedad, no obstante que gracias a su trabajo de alto riesgo, millones de personas tuvieron calefacción y luz. El carbón suministra el 39 por ciento de la electricidad en el mundo.
Los mineros son personas de extracción humilde, sobre todo del campo; muchos no hallaron más opciones sobre la tierra. Pero que esta tragedia sirva al menos para que de una vez por todas se tecnifique al máximo este oficio, para que se haga más digno y seguro, se implementen todas medidas, todas las tecnologías y toda la humanidad para evitar que esos túneles desemboquen tan a menudo en el más allá.
¿Todos los mineros tienen seguro de vida? ¿Se pensionan con menos años de servicio? Pensaba en eso y en que en un país como el nuestro casi todos aquí estamos ante un túnel, a veces sin salida, o al menos muy incierto, como en el campo colombiano, cada vez menos productivo y más inseguro.
Los cocaleros trabajan a pérdida, como cualquier productor agrario... Por lo que sea, que nuestro café le dé en el coco a la coca es una noticia mundial.
Allí, especialmente a los jóvenes se les presentan muchos túneles. El de producir comida, casi siempre a pérdida, “ha dejado de ser atractivo”, como me dijo una amiga después de años de no vernos. El túnel de la violencia, de tomar el fusil en lugar del azadón, en que también la vida se puede ir como un tiro. El negro túnel del narcotráfico, por el que muchos se van de mula, pues les ofrecen las llaves de una blindada en vez de las de un tractor.
Pero con un Estado que ha abandonado el campo, la coca sigue ganando terreno aquí y en el mundo. El ‘Informe mundial sobre cocaína 2023’, publicado por la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el delito (UNODC), indica que entre 2020 y 2021 la producción mundial aumentó un 35 por ciento. Cada año se producen 2.000 toneladas de cocaína. Colombia, que tiene el deshonroso título de ser la mayor productora del mundo –qué pena con los vecinos–, aporta el 61 por ciento. Y se calcula que este año terminemos con unas 300.000 frondosas hectáreas de coca, que tiene preocupada a la Casa Blanca, en USA, pues allá la cocaína mucha gente la usa.
Pero toda noche tiene un amanecer. En los municipios de Argelia y El Tambo, Cauca, donde hay uno de los más altos niveles productivos por hectárea en el país, dice este diario, se cayó el precio y es más rentable sembrar café. La arroba de hoja, que estaba en $ 80.000, bajó, como por arte de mafia, a $ 30.000. Los cocaleros trabajan a pérdida, como cualquier productor agrario, por la carestía de insumos, falta de compradores, por guerra de carteles... Por lo que sea, que nuestro café le dé en el coco a la coca es una noticia mundial.
Es histórico y se necesita el Estado allí, a ver qué les ofrece a los campesinos, qué variedad de café requieren, cuánto crédito a bajo interés, con insumos, vías, Fuerza Pública. El Gobierno ya debería estar en la zona con la Federación de Cafeteros, ahí sí en un helicóptero Black Hawk, pues los campesinos no pueden seguir siendo ‘nadies’. Si alguien critica, “de malas”, es una labor de interés general. Acabar con la coca parece más difícil que apresar a Putin en una URI. Y hasta es el camino de la transición de la minería a la agricultura. Esta es una luz al final del túnel.
LUIS NOÉ OCHOA