En la cima emocional nos pone la alegría del trayecto recorrido, los triunfos conquistados y la proyección de la Selección Colombia Femenina de Fútbol sub-17, que por primera vez en la historia del fútbol nacional le otorga a este país la llegada a una final mundial Fifa, el Mundial Femenino Sub-17.
Cuando la euforia partió desde la soledad y el desprecio o cuando, posteriormente, en la vejez esta misma se recuerda desde el olvido, algo está equivocado. La historia de estas atletas la miro con profundo respeto porque allí indispensablemente la convicción y el talante guerrero tuvieron que acompañar paso a paso sus habilidades y disciplina sobresalientes. No bastaba jugar bien. Hoy muestran con dignidad su triunfo, con una alegría que en justicia se desborda y una nobleza que deja atrás situaciones complejas. Solo viven el momento. El triunfo. Hoy comparten y contagian a un país con la fuerza de sus abrazos que lo abarcan todo, el brillo de sus ojos y la energía de sus sonrisas que desbordan el óvalo de sus rostros.
Pero es en la cima emocional de un país cuya hinchada suele acompañar los triunfos –poco en las derrotas–, cuando es conveniente una conversación (Conversatio) en torno a ellas y por extensión a nuestros deportistas. La historia del deporte en Colombia tiene vergüenzas. No han sido pocas mis conversaciones con deportistas, en las que se repiten una y otra vez historias de vida que coinciden, con más dureza en las disciplinas menos populares, en contar un país cuyos deportistas crecen solos, soportados por el sacrifico de una familia o un mentor, propio de un cuento de héroes. Solo el triunfo les da la existencia.
Si el principio duele, el cierre de sus vidas quizás hiera más, pues ya no son esperanza. Son pasado. Y tienden a ser olvidados. Un deportista de alto rendimiento requiere la concentración mental, física y emocional en su juego y para conquistar sus metas compromete su tiempo y su energía; después, cuando aún es joven, llega el momento del retiro. Sale a competir, esta vez en el mundo fuera del campo donde no necesariamente posee las herramientas o los entrenadores que lo acompañen a tener un éxito sano y coherente en el resto de su vida. Y aparecen historias tristes.
Las jugadoras colombianas han clasificado a tres mundiales (Sub-17, en India 2022; Sub-20, en Costa Rica 2022, y mayores, en Australia 2023); unos Juegos Olímpicos, en París 2024, y una Copa América, en Brasil 2022. Están dejando en alto a las entidades representantes del fútbol en el país, merézcanlo o no, a Colombia y a todo el continente. Tienen el fútbol nacional donde nunca antes había llegado. Aquí no hay barras bravas. Son hechos de entregas de resultados a una sociedad. ¿Dónde elige, entonces, estar la sociedad para ellas ahora?
El fútbol es un espectáculo público, pero sus dueños son privados. La Fifa, la Confederación Suramericana de Fútbol (Conmebol) y la Federación Colombiana de Fútbol (FCF) son autónomas, pero ciegos están sus socios si no desarrollan por convicción, porque es correcto, y por conveniencia, porque es un buen negocio, el fútbol femenino. No es elegante posar en la foto cuando no se es realmente parte de la conquista, pero la oportunidad de enderezar el juego está. Se necesita evolucionar de “muchachas amateur” como las llamó Ramón Jesurun, presidente de la FCF, en declaraciones recientes, desafortunadas y sin visión, a “mujeres profesionales” que compiten bajo miradas respetuosas e íntegras de las entidades encargadas, celebradas por los patrocinadores, protegidas por el Gobierno y abrazadas por la sociedad.
Colombia es un país que tiene deficiencia en referentes y en héroes, especialmente para los niños. Las historias de estas mujeres excepcionales se deben proteger y visibilizar, además, porque inspiran los sueños de los más jóvenes. Colombia es un país con profundas divisiones, y estas jugadoras lo unen en la camiseta. Es claro que la Selección Colombia Femenina de Fútbol sub-17 dirigida por Carlos Paniagua, es más que fútbol, incluso para un muchacho amateur. ¡Bravas!
MARTHA ORTÍZ