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La habitación de al lado

Como la tabla del surfista sobre las olas, fluyo.

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PROFESORA DE ESCRITURA CREATIVA, COLUMNISTA Y ESCRITORAActualizado:

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Cuando estoy terminando un libro nuevo suelo encerrarme unos días fuera de casa. Con dos hijos pequeños, me cuesta concentrarme al cien, así es que busco un lugar, en lo posible remoto, donde pueda tener una habitación propia. En caso de no conseguir una residencia de escritores, suelo acudir a amigos que me dejen unos días su casita en el campo. Si ninguna de estas dos opciones resulta viable, entonces busco un hostal asequible. Es lo que he hecho en esta ocasión. Cuatro noches. Un sitio en las afueras de una ciudad en Cataluña, donde vivo. Jornadas en las que me da igual si es de día o no, si es hora de almorzar o si suena el teléfono. Lo único que importa es mantener los ojos en el balón, es decir, en el texto.
Como tengo un marido que me apoya, haciendo las veces de papá y mamá cuando no estoy, me puedo permitir este lujo. Me instalo entonces en la habitación 117 donde estaré de martes a sábado. Me quito los zapatos, enciendo el portátil, y empiezo la revisión final de mi próxima novela. De las distintas fases que tiene este proceso creativo, esta es una de mis preferidas, sino la más. Aquello que en un comienzo fue solo una idea, ni siquiera una idea, una imagen, un espejismo, un antojo, ahora es algo tangible. Como a un surfista con su tabla sobre las olas, hago giros y maniobras. Y así se pasan el martes, también el miércoles. Como la tabla del surfista sobre las olas, fluyo.
El jueves en la mañana, aprovecho que todo avanza según mis planes. Llevo ya dos terceras partes adelantadas. Aprovecho entonces para salir a caminar, despejarme antes de retomar la faena. Regreso a mi refugio, a eso de las dos de la tarde. Me dispongo a retomar el trabajo cuando, en la habitación de al lado, escucho a una mujer gemir de placer. Al comienzo me resulta cómico. Pero entonces la mujer tiene un orgasmo, luego, otro, después un tercero, un cuarto, un quinto… ya no puedo seguir trabajando. Me detengo. Intento escuchar los sonidos al otro lado del muro. ¿Estará sola? ¿La acompañará un hombre? ¿O será una mujer? Me parece oír una voz masculina. Pienso que se trata de un hombre silencioso. Apenas si se oye él. En cambio, la voz de ella lo inunda todo, como una tromba.
Una hora de silencio, entre las tres y las cuatro, me permite retomar el trabajo. Pero enseguida vuelve a empezar la faena, los gemidos, los espasmos, el traqueteo. Y ahora un mueble se mueve, como una cama que se desplazara de un lado a otro. Ella parece intentar ahogar los gritos y yo no me estoy divirtiendo nada, tampoco tengo curiosidad, solo quiero que acabe esto ya, que la intimidad ajena salga de mi habitación, que no invada mi espacio privado, en fin, que se calle. Entonces, a las cinco, salgo a trabajar a un café. Regreso a las siete. Parece haber calma en la 118. Trabajo un par de horas, veo el capítulo de una serie en el portátil y me acuesto a dormir. Pero en la madrugada del viernes vuelve a empezar. Cuando me despierto, noto que ya he pasado por la risa, la curiosidad, el mal genio y ahora lo que siento es algo parecido al miedo. ¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Estará realmente disfrutando esto? ¿Puede ser placentero tener sexo cuarenta veces en tres días? ¿Tendrá orgasmos como otros tienen ataques de epilepsia o tics nerviosos? Me siento sobre la cama. Espero. Pa. Pa. Pa. Tra-tra-tra. Ras, tas tas. Me da taquicardia. En la mañana del viernes bajo a recepción y le digo a la encargada lo que ocurre. Necesito un cambio de habitación, por favor. Me responde que “cree saber quiénes son”, que “lamenta el incidente” y me reacomodarán cuanto antes.
El viernes en la noche termino la revisión en la 312 en paz y completo silencio. El sábado en la mañana hago el ‘check out’, después de escuchar a otra huésped quejarse de esos vecinos sin cara. Salgo del hostal con la satisfacción de haber cumplido el objetivo. Mejor aún, el retiro me ha dejado material para una nueva historia.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes

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