Lo miró con misericordia y lo eligió. El pontificado de Francisco fue sorpresivo en la forma, en el fondo y en su origen. Desde su elección, relacionada con la abdicación de su antecesor Benedicto XVI, un hecho que no se producía en la iglesia Católica desde Gregorio XII, quien en 1415 abandonó el trono de San Pedro con el propósito de solucionar el Cisma de Occidente y reunificar a la Iglesia.
La película de Netflix, Los dos Papas, recrea de forma magistral la relación entre Benedicto XVI y Jorge Mario Bergoglio, así como la influencia determinante que tuvo el primero en la elección del segundo como sumo pontífice. "Dios corrige a un Papa presentando otro al mundo. Quiero ver con quién me corrige", dice Anthony Hopkins representando a Joseph Ratzinger. "El pecado no es solo una acción, es una herida que necesita ser sanada", dice Jonathan Pryce como Jorge Mario Bergoglio.
Fue interesante el momento en que se abrieron las puertas de la loggia de las Bendiciones en la fachada de la Basílica de San Pedro en el Vaticano el 13 de marzo de 2013, cuando el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran pronunció la frase en latín: "Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam; Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium. Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem Bergoglio, qui sibi nomen imposuit Franciscum". "Les anuncio un gran gozo: ¡Tenemos Papa! El eminentísimo y reverendísimo señor, Don (nombre), cardenal de la Santa Iglesia Romana (apellido), quien ha tomado el nombre de (nombre papal)".
Se presentó una figura sencillamente vestida de blanco, con cruz pectoral de hierro adoptada en 1998 cuando asumió el arzobispado de Buenos Aires. A regañadientes, vistió la estola papal en su aparición, el primer Papa no europeo en 13 siglos, el primer jesuita, el que abandonó ornamentos como el manto de armiño, los zapatos rojos, el trono dorado y el anillo del Pescador de oro macizo. Pidió a la multitud reunida en la plaza San Pedro, diseñada por Bernini en forma de gran abrazo, que lo bendijera antes de impartir la tradicional bendición urbi et orbi (a la ciudad de Roma y al mundo).
Dejó el apartamento de 12 habitaciones en el palacio Vaticano para vivir en una habitación doble del hostal de huéspedes y comer con todos los demás. "Veremos cuánto dura", dijo un empleado, incómodo por las preferencias del nuevo obispo de Roma. Le duró hasta su muerte. Si la seguridad se lo hubiera permitido, habría vivido como en Buenos Aires, cocinando su comida y viajando en bus. No se trataba de ser humilde, la ostentación de la santidad para él era la "osteoporosis del alma".
Francisco quería estar entre la gente, con su rebaño. Prefirió desplazarse en un Fiat 500L, abandonó el papamóvil blindado que le impedía abrazar, besar, tomarse selfies y alzar niños. Desde el hostal Santa Marta o Domus Sanctae Marthae se podía "volar" informalmente y aparecer sin avisar en hospitales, cárceles y centros de cuidado paliativo, para enorme sorpresa de pacientes, personas privadas de la libertad o trabajadores. El Jueves Santo pasado, apenas cuatro días antes de morir, estaba arrodillado en uno de esos lugares ante personas con problemas, lavando sus pies, para luego secarlos y besarlos.
En el sínodo para su Querida Amazonia, cuestionó a los capitalistas que “con su avaricia han saqueado la tierra como regalo de Dios”.
Los buenos pastores decía, "deben ensuciarse las manos", como también lo afirmaba el santo del que tomó su nombre, el primer ecólogo de la humanidad, San Francisco de Asís, quien hablaba del hermano lobo y el hermano zorro; probablemente su inspiración para mencionar la casa común y el compromiso con el medioambiente expresado en su inmensa encíclica Laudato Si’ Alabado Seas, de 2015. En ella atacó con ferocidad el consumismo y el ánimo de lucro. Le entregó una copia al presidente Donald Trump cuando lo visitó y desafió lo que consideró sus crueles opiniones sobre inmigración. Estaba convencido de que la gente que se encierra aumenta su codicia. Por eso buscó salir a conectarse con la gente más vulnerable, dando pizza a los habitantes de la calle en el Vaticano y adoptando familias de refugiados sirios.
En Buenos Aires lo llamaban el "obispo de los tugurios", el que abrió su corazón y tendió su mano a los pobres. A pesar de que nunca fue fan de la teología de la liberación, lo que lo distanció de algunos de sus hermanos jesuitas. Según The Economist, sus vagos instintos políticos fueron teñidos de populismo peronista y desprecio por el capitalismo.
Nunca aceptó cambiar la visión de la Iglesia sobre aborto, eutanasia o matrimonio de parejas del mismo sexo, tampoco el matrimonio de sacerdotes ni mujeres diáconos. Sin embargo, dejó espacio para el entendimiento cuando afirmó sobre los homosexuales: "¿Quién soy yo para juzgar?". En Amoris Laetitia, dejó abierta la posibilidad para que los divorciados pudieran recibir la comunión. En el sínodo para su Querida Amazonia cuestionó a los capitalistas que "con su avaricia han saqueado la tierra como regalo de Dios". Los que más lo podían enfurecer eran los "embaucadores mentirosos", "chupasangre" e "hipócritas", quienes, a pesar de llamarse pastores, se preocupaban más por su carrera en la curia. Fueron los mayores opositores a sus esfuerzos de reforma. El sínodo sobre la familia, por ejemplo, tuvo pobres avances. Los esfuerzos de Francisco para enfrentar el abuso de niños por del clero fueron calificados como torpes y sin mayor impacto en la prensa y menos en las víctimas.
En su visita a Colombia, dejó mensajes vigentes: "Jóvenes: no se dejen robar la alegría, no se dejen robar la esperanza". "Les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren". "Los invito al compromiso, no al cumplimiento". "Todo esfuerzo de paz sin un compromiso sincero de reconciliación siempre será un fracaso". "No pierdan la paz por la cizaña". "La Iglesia no es una aduana". "El diablo entra por el bolsillo siempre". "No hay nadie que no merezca nuestro perdón".
Parecen suyas las palabras del sermón en la película Cónclave. "San Pablo decía: sométanse unos a otros por reverencia a Cristo. Para trabajar juntos, para crecer juntos, debemos ser tolerantes; ni una persona ni una facción que intente dominar a los otros. Al hablar con los Efesios, que eran una mezcla de judíos y gentiles, Pablo nos recuerda que el regalo de Dios a la Iglesia es su diversidad. Es esta diversidad de personas e ideas la que le da fuerza a la Iglesia. A lo largo de muchos años al servicio de nuestra madre Iglesia, he de itir que hay un pecado al que ahora temo más que a cualquier otro: la certeza. La certeza es la enemiga de la unidad; la certeza es enemiga mortal de la tolerancia. Hasta Cristo llegó a dudar al final: 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?', gritó en su agonía en la novena hora en la cruz. Nuestra fe es una presencia viva justo porque camina siempre al lado de la duda. Si solo existiera la certeza sin la duda, no existirían los misterios y no necesitaríamos de la fe. Hay que pedirle a Dios que nos otorgue un Papa que dude, un Papa que peque, que pida perdón y logre continuar".