En las elecciones presidenciales pasadas se consolidaron la atomización política y la improvisación de liderazgos, lo que no permitió presentar una propuesta creíble y dio paso al discurso populista.
Es un proceso de más de cincuenta años, en el que primero el M-19 logró en la Constituyente convencer de la necesidad de acabar con el bipartidismo como condición para terminar la violencia, llevando a los partidos a transformarse en colectividades en las que se aceptan las candidaturas de quienes tienen votos y dinero para obtener la curul, sin que el pertenecer a la lista garantice identidad con la ideología que la gente cree representan.
Muchos se sorprenden con lo que está ocurriendo, sin darse cuenta de que el propósito de la izquierda fue cambiar la política. Por eso la defensa a ultranza de firmar acuerdos con grupos ilegales le permite ganar terreno aun cuando no haya voluntad real de paz. La proliferación de organizaciones armadas dio réditos para cambiar las mayorías en el Congreso: cinco cupos para las Farc en cada corporación y 16 puestos en la Cámara, provenientes de territorios en donde se dio adoctrinamiento previo; sumado a la figura de coaliciones que sin mayores requisitos recogieron militantes, facilitaron el transfuguismo y la subdivisión hasta lograr un escenario de río revuelto.
Nunca como ahora el discurso de falta de participación política y de representatividad de los territorios puede alegarse para buscar desestabilizar al Estado y mucho menos para incitar nuevamente a la violencia, cuando el Gobierno está en manos de quien gracias a la democracia surgió de un proceso de paz.
“Más temprano que tarde” asistimos a la radicalización del Gobierno, que se sustenta en una avanzada geopolítica que pretende sustituir la democracia. De ahí la diferencia entre la firmeza con los dirigentes de los partidos y la generosidad con los grupos ilegales, con quienes mantiene conversaciones a pesar de que agudizaron la violación de derechos humanos. Esta realidad ratifica el doble discurso del populismo, que busca mantener apoyo para cambiar el modelo político y económico del país.
El anuncio de la terminación de la coalición, sumado a la remoción de tantos funcionarios en tan corto tiempo y a la inestabilidad económica derivada de pronunciamientos desafiantes del Presidente, de algunas ministras y de la cabeza de Ecopetrol, es el reflejo del poco compromiso con las instituciones y el deseo de generar una ruptura sin importar las consecuencias sobre el bienestar de la gente.
La agenda internacional de Petro –cuyos resultados no se conocen– para afianzarse con gobiernos de izquierda le permitió darse el lujo de sacar al ministro Ocampo y a la ministra López, quienes siendo liberales le apuntaron a ser talanquera para la izquierda radical. El prestigio académico del exministro de Hacienda era un seguro ante las calificadoras de riesgo y de los mercados que atraen inversión, entre otras porque en todos los proyectos de la agenda legislativa quedaba la constancia de la necesidad de garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas, lo que desesperó al Presidente, a quien, dicen, se le llenó la copa por discusiones fiscales en torno a su política de tierras.
Fue piedra en el zapato la dupla entre los ministerios de Agricultura y Hacienda para el diseño de un mecanismo de compra de tierras, en el que se respetara el derecho a la propiedad privada, el valor comercial de los predios y el requisito de productividad como garantía para los pequeños agricultores que los recibieran.
En últimas, el fondo de la crisis de gobernabilidad no es un puesto más, o un voto menos. Es la decisión del cambio de modelo económico y político de Colombia, ante lo cual quienes defienden a las instituciones no deberían seguir halando cada uno por su lado.
NANCY PATRICIA GUTIÉRREZ