Hace poco me llamó la hija de un gran amigo colombiano que vive desde hace muchos años en otro país, allí hicieron su vida en ese lugar, en otro idioma. Ahora ella estudia literatura y es una lectora voraz, pero todas sus lecturas son, por supuesto, en la lengua en la que vive y sueña, y no lo digo así para parecer poético y en realidad cursi sino porque la lengua en que se sueña es el dato clave en los hogares bilingües para identificar qué cultura prevalece.
Quizás por eso me llamó la hija de mi amigo, porque está empeñada en leer también libros en español que la mantengan vinculada con esa otra parte de su identidad, aferrada a ese asidero que anida en sus recuerdos más profundos y en las primeras palabras que aprendió a decir. ¿Por dónde se empieza? ¿Qué libros leer a los veinte años en la lengua de Cervantes, María Zambrano o Jorge Luis Borges?
Pues quizás empezar por allí, le dije a la hija de mi amigo: ir a la fija con el expediente infalible de los clásicos. Me pidió entonces que le hiciera una pequeña lista, y no sé por qué –obvio que sí lo sé, ahora lo tengo muy claro, por eso escribo esta columna– puse de primero el nombre de Rayuela, la famosa novela de Julio Cortázar, un texto de culto que yo mismo no he leído sino a pequeños pedazos y muy mal.
Pero tengo clarísimo, porque lo vi y lo viví en el caso de muchos amigos cuando todos éramos jóvenes, el efecto que Rayuela produce en cierto tipo de lectores en un momento muy concreto de su vida, en el tránsito entre la adolescencia y la vida adulta. Es como un encantamiento nervioso e infantil, una plenitud que solo se explica por el lenguaje y la música, la atmósfera de ese libro feliz y radiante como el laberinto que es.
Lo que me produce verdadera envidia en el caso de la hija de mi amigo es esa especie de inocencia aún no perdida, la certeza de todos los deslumbramientos y descubrimientos que le quedan por delante.
Así que le recomendé Rayuela y tres libros de Gabriel García Márquez: el Relato de un náufrago, que a mí me inició en la devoción por nuestro genio mayor, Cien años de soledad, que es un prodigio inagotable, y En agosto nos vemos, con la consigna de que empiece por allí a ver qué piensa de ese libro, con total desprevención y honestidad, una lectora que no tiene ninguna expectativa y ningún prejuicio frente al autor y su estilo y su gloria oficiales y abrumadores.
Qué tal que algún día me llame y me diga que de esos tres títulos el que más le gustó fue esa novela inconclusa y fallida, esa historia de ultratumba y en obra negra. No lo sé, pero lo que me produce verdadera envidia en el caso de la hija de mi amigo es esa especie de inocencia aún no perdida, la certeza de todos los deslumbramientos y descubrimientos que le quedan por delante, el vértigo de pensar en la primera vez que se cruce con tantas cosas maravillosas y únicas.
No quiero sonar como un viejo nostálgico y cansado, no del todo, porque además sé que en la selva generosa y frondosa de los libros, donde la recta vía se perdió, siempre acechan cosas nuevas e inexploradas, tesoros que no conocíamos y allí nos salen adelante. Siempre son más las cosas que nos faltan por leer y conocer; cuanto más crece nuestra biblioteca, la que está afuera y la que llevamos dentro, sus límites voraces e insondables, más pequeña es.
Y también está la lectura de los clásicos: el renovado asombro de esos libros que van creciendo y mudando con nosotros, no importa cuántas veces los hayamos leído –diez o ninguna, de eso se trata–, una especie de oráculo y espejo que nos cambia la vida, por lo menos mientras habitamos sus páginas y en ellas descubrimos rasgos de nosotros mismos que ni siquiera sabíamos que estaban allí.
Todo eso es cierto, pero qué envidia pensar en quienes están a punto de entrar por primera vez a ciertos lugares luminosos, recordar cómo era el mundo antes de iniciarse en ese inolvidable ritual de la belleza y la fugaz eternidad.