Siempre me ha llamado la atención la facilidad con la que se recurre al término "circo" para describir una entidad o una compañía que no funciona bien. Y se dice por igual para referirse a una organización que está manga por hombro o a un gobierno en el que priman el desorden, la anarquía y la improvisación.
En este punto, y antes de continuar, tengo que hacer un acto de contrición, porque yo también he recurrido a esa socorrida metáfora para aludir a coyunturas o situaciones desafortunadas de la política, que nada tienen que ver con el espectáculo circense, sin tener en cuenta que las consecuencias de una mala decisión o una salida en falso de un presidente no son nada graciosas, pues cuando pensamos en un circo de verdad, nos vienen a la mente gratos recuerdos, por lo general llenos de risas, acrobacias, fanfarrias y luces de colores; cosas que nada tienen que ver con las calamidades que puede ocasionar una mala istración.
De hecho, en los circos, detrás de cada presentación, hay un engranaje que debe funcionar a la perfección para que todo salga bien. Porque montar un circo no es solo cuestión de talento y carpas llamativas; es una combinación de organización, logística y mucho trabajo en equipo. Es decir, todo lo que hace falta en un gobierno en el que los más altos funcionarios no se toleran entre ellos. O en un gabinete en el que lo único constante es la cambiadera de ministros, cosa que impide que haya coordinación o continuidad en sus tareas.
Cuando pensamos en un circo, nos vienen a la mente gratos recuerdos, que nada tienen que ver con las calamidades que puede ocasionar un mal gobierno.
Por otra parte, un circo serio necesita un equipo istrativo idóneo que maneje desde las finanzas hasta la logística, pasando por todos los requerimientos técnicos. Sin una buena gestión, no hay función. Y hablando de funciones, para que haya un buen espectáculo se necesita –además de un grupo de producción que se encargue de la escenografía, el vestuario, el sonido y la iluminación– un director que diseñe cada número y preste atención a cada detalle, sin dejar nada al azar. Por lo tanto, no puede ser alguien que en vez de reconocer sus errores y tomar los correctivos del caso, sea un experto en lavarse las manos; o un especialista en llegar tarde una y otra vez a sus presentaciones; si es que llega.
Desde luego, aparte de un buen staff istrativo y un director eficiente, para cumplir con su misión un circo tiene que contar con un gran elenco de artistas, pues sin ellos no hay espectáculo. Y lo ideal es que cada uno sea una estrella en su campo, con una experiencia comprobada. A nadie lo contratan como malabarista, payaso, acróbata, contorsionista o mago sin acreditar la destreza necesaria para que aporte su magia. Y como la habilidad no es suficiente para que todo fluya, también son indispensables largas sesiones de entrenamiento y ensayos, ya que cuando se trata de saltos mortales y piruetas a muchos metros de altura, cualquier error, por mínimo que sea, puede ser fatal. En otras palabras, en un circo profesional no hay margen ni espacio para la improvisación, como la que se ve en una istración en la que se sugieren reformas, se plantean constituyentes o se propone la creación de nuevos departamentos como quien saca palomas de un sombrero.
Así que la próxima vez que vea un evento tan deprimente como el malhadado consejo de ministros del mes pasado, o la inexplicable posesión de un funesto personaje en algún ministerio, o a un presidente locuaz blandiendo un lápiz mientras atormenta al auditorio a punta de incoherencias, recuerde que eso no tiene nada que ver con un circo.
Por el contrario, esa comparación resulta irrespetuosa con aquellos que sí trabajan con responsabilidad y profesionalismo en una carpa, y que a punta de práctica, esfuerzo y coordinación nos hechizan con sus encantos y nos dejan recuerdos que no queremos olvidar.