En la primavera de 1917 Marcel Duchamp le dio un vuelco al mundo del arte con un orinal de cerámica. El pasado octubre, como si se tratara de una cruel parodia de Duchamp, Elon Musk llegó a las oficinas de Twitter, estrenándose como su dueño, cargando un lavamanos de cocina. El magnate adquirió Twitter con la promesa de liberar al pájaro de su jaula, refiriéndose al aparentemente inofensivo azulejo de las montañas que posa como logo de la red social. Por supuesto, son muchas las alarmas que se han prendido para advertir que las verdaderas intenciones de Musk se parecen más a las de domar al pájaro para convertirlo en una mascota tan obediente como despiadada.
Luego de ser una red social por la que solo circulaban tuits sobre la cotidianidad de cualquier ciudadano de a pie, Twitter saltó al centro del escenario político, a principios de la década pasada, cuando se convirtió en la herramienta que les permitió a diversos grupos de activistas organizarse y provocar una serie de estallidos sociales alrededor del mundo. Mucho se ha escrito sobre lo imprescindible que fue Twitter para que fueran posibles acontecimientos de la talla de la Primavera Árabe y Occupy Wall Street. Incluso, el alcance que tienen acciones colectivas como la que hoy se lleva a cabo en Irán serían imposibles de no ser por plataformas semejantes. Por supuesto que Twitter está lejos de estar libre de pecado. Además, sus virtudes son más el resultado de la creatividad y voluntad política de sus s que la de sus propios creadores. Pero sí es una herramienta que ha sido determinante para la organización de movimientos sociales desafiantes con el poder de turno, sobre todo en contextos de alta censura institucional.
¿Está esto en riesgo de cambiar ahora que el pájaro habita los aposentos de Musk? ¿Qué pasaría si la causa de este o aquel movimiento social entra en conflicto con esta o aquella fuente de ingreso del magnate? ¿Qué pasaría, por ejemplo, si se trata de protestas, como las que ya se asoman a lo largo de los Andes contra los efectos tan dañinos en términos ambientales, de salud y culturales que trae consigo la explotación del litio, el principal metal con el que se producen las baterías de los carros eléctricos a los que Musk les debe su fortuna? Por cierto, ¿qué pasará con artículos científicos o periodísticos, como los que ya circulan, que advierten que los carros eléctricos no son tan dóciles con el medio ambiente como se especula? ¿Volarán libremente por la jaula de Musk? Y ¿volarán, también, con libertad las múltiples denuncias del racismo que, al parecer, opera al interior de Tesla?
¿Qué pasaría si la causa de este o aquel movimiento social entra en conflicto con esta o aquella fuente de ingreso del magnate?
Musk tampoco se ha dado un instante de tregua a la hora de esconder sus inclinaciones políticas. Refiriéndose a las recientes elecciones de medio término en Estados Unidos, dijo que votaría por los republicanos e incitó a sus seguidores ‘independientes’ a hacer lo mismo. Esto, por supuesto, no es de extrañarse. Al fin y al cabo, se trata de un partido que mucho le ha servido a multimillonarios como Musk, atravesándosele a cualquier intento de aumentarle los impuestos a los más ricos, de crear más leyes antimonopolio y de encaminarse hacia una mayor regulación de la divulgación de mentiras amparadas bajo la sombra de la libre expresión. Como si fuera poco, Musk comparte con los republicanos su desprecio por los sindicatos. Sea lo que fuere, bien sabe Musk que los independientes, centristas, tibios, dóciles o como sea que se les llame son los que deciden una elección. ¿Irá Musk a intimidarlos, como ya empezó a hacer, con su nueva mascota en las elecciones del 24 para que se inclinen hacia la derecha?
Por el orinal de Duchamp se fueron muchos de los criterios que hasta entonces imperaban en el mundo del arte. Esperemos que las formas de resistencia al poder y la expansión de discursos progresistas que han permitido plataformas como Twitter no lleguen al mismo destino por vía del lavamanos de Musk.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO