La protesta callejera es un derecho inalienable de la ciudadanía en cuanto expresión de su opinión, sus aspiraciones o sus agravios.
A veces, la protesta ha servido para cambiar leyes injustas, como sucedió en la India, en 2021, donde 250 millones de personas marcharon durante casi un año para obligar al Gobierno a derogar unas polémicas leyes agrícolas y lo lograron.
Otras veces ha servido para expresar el rechazo ciudadano a la violencia policiaca. En mayo de 2020, por ejemplo, mucha gente en más de 75 ciudades y pueblos norteamericanos reaccionó con marchas de protesta después de ver un video anónimo que mostraba la lenta agonía de un ser humano asfixiado por la rodilla de un policía inhumano, en Minneapolis.
Tres años antes, el repudio a la misoginia de Donald Trump motivó a casi dos millones de personas, no solo en Estados Unidos, sino en Alemania, Australia, Sudáfrica, México y otros países, a manifestarse contra el recién elegido presidente en masivas Marchas por las Mujeres.
El desacuerdo con las guerras, de Vietnam a Irak, llevó a millones de personas en todo el mundo a manifestarse contra las autoridades responsables. Y la falta de libertades en China orilló a más de un millón de valientes a exponer su vida con manifestaciones en Pekín en la plaza Tiananmen, y en muchas otras ciudades.
Según los estudiosos del tema, en los últimos 10 años ha habido unas 900 protestas, con más de 10.000 participantes en 153 países, y Francia encabeza la lista. En América Latina, Bolivia, Chile y Colombia se destacan por ser las más multitudinarias, y Nicaragua por tener la represión más letal.
Hoy en día, como ahora está sucediendo en Francia, lo que empieza como una expresión pacífica de un desacuerdo se torna violento con saqueos de comercios, actos vandálicos contra el transporte público y, sobre todo, contra la policía, que a menudo se excede en la respuesta.
Por regla general, la mayoría de los ciudadanos condenan alternativamente a saqueadores y represores. Desde la izquierda hay quienes justifican los saqueos aduciendo la desigualdad económica del capitalismo o el hostigamiento policiaco. Desde la derecha, hay oportunistas que aprovechan el desorden para culpar a los grupos que, según ellos, no se identifican con la patria, es decir, los extranjeros, los inmigrantes o los musulmanes.
Para muchos jóvenes nacidos en Francia de padres inmigrantes, la protesta pacífica no sirve de nada, nadie los oye. Solo cuando se vuelve violenta se hace visible, se escucha.
“Lo que usted llama disturbios, yo lo llamo revuelta”, dice una joven parisina entrevistada en ‘El País’. Nieta de argelinos, “tres generaciones aquí”, se lamenta diciendo: “A mí y a mis hermanos y hermanas nos dicen que no somos ses”. En su opinión, la protesta pacífica no sirve. Solo con la rebelión, dice, “quienes protestan se hacen visibles y se los escucha”.
Más radical aún es la opinión de la escritora y activista Vicky Osterweil, quien en septiembre de 2020 publicó ‘En defensa del saqueo’. Un libro en el que identifica a los saqueadores como los “mejor informados políticamente y socialmente más comprometidos del barrio”. Según ella, “sus acciones son tácticas para combatir el capitalismo racial”.
El gran problema con esta postura, desde mi punto de vista, es doble. Según un sondeo del diario ‘Le Figaro’, la mayoría de los ses están en desacuerdo con quienes expresan su ira destrozando y saqueando. El 57 % de los ciudadanos confían o sienten simpatía por la policía, mientras que un 32 % la siente hostil.
Por otro lado, lo más alarmante es que quien más se beneficia por su reacción a la violencia y los saqueos actuales, según el mismo sondeo de ‘Le Figaro’, es Marine Le Pen, la líder de la extrema derecha.
SERGIO MUÑOZ BATA