Salió el dato del crecimiento del PIB del segundo trimestre: bajito, como se esperaba. La cifra, 0,3 %, aunque está en el extremo inferior del rango previsto por los analistas, no causó mayor sorpresa. Los aumentos de tasas del Banco de la República para controlar la inflación y el hecho de que veníamos de dos años de crecimiento atípico, luego del frenazo de la pandemia, implicaban una ralentización de la economía.
Llamó la atención, sin embargo, el desplome del rubro de la inversión, o formación bruta de capital, que retrocedió 24 % frente al mismo periodo del año pasado: la peor cifra en 16 años (exceptuando la pandemia). El Presidente, ponciopilatescamente, se lo atribuyó a las elevadas tasas de interés del banco central, que no dependen de él. Pero cualquiera que haya vivido este primer año de gobierno desde el sector productivo sabe que las tasas no son la única causa de la anemia inversionista.
Para empezar, la disparada del dólar encareció la compra de maquinaria y tecnología, indispensables para el crecimiento de cualquier rama de la industria o el comercio. Y esa disparada tuvo mucho que ver con el temor a los impactos económicos de la nueva istración, en especial los derivados de sus proyectos de reforma.
Los proyectos en sí mismos también espantan la inversión. Veamos solo dos. La reforma laboral promete encarecer la contratación de trabajadores formales, lo que descuadra cualquier plan de negocio y motiva a algunos productores a importar bienes en lugar de elaborarlos localmente, pasando de fabricantes a comercializadores. La reforma pensional, por su parte, amenaza con secar los fondos privados de pensiones, una de las principales fuentes de ahorro en un país que ahorra poco. Eso reducirá la disponibilidad de recursos para créditos de largo plazo, que financian la compra de bienes durables como casas, fábricas y edificios.
Otro factor que contribuye al desplome es la incertidumbre en las reglas de juego. Los ejemplos abundan: las sobretasas al impuesto de renta creadas por la última reforma tributaria para ciertas industrias; la insistencia del Gobierno, nunca bien justificada, en marchitar prematuramente la exploración de hidrocarburos; la idea de renegociar el TLC con Estados Unidos; la medida de reabrir los mataderos municipales, que competirían en condiciones desiguales con aquellos que cumplen las exigentes normas sanitarias vigentes; el mal diseñado gravamen a los alimentos ‘ultraprocesados’; la amenaza de liquidar el contrato del Estado con la Federación Nacional de Cafeteros. Propuesta, esta última, sometida al aplauso plebiscitario de un auditorio de simpatizantes del Presidente en Pitalito, Huila, al estilo de aquel otro aficionado al gobierno por discurso, el difunto Hugo Chávez.
Hay que mencionar también la situación de seguridad del país. Masacres, secuestros y extorsiones poco contribuyen al optimismo inversionista.
Y, finalmente, hay un factor intangible pero sustantivo: la retórica del Gobierno hacia el sector privado. El Presidente no pierde oportunidad de criticar lo que llama con poco disimulado rechazo “el capital”, al que considera causante de los males del mundo y culpable próximamente de la extinción de la especie. Ha llegado al punto de tratar a la dirigencia empresarial de esclavista, cuando esta, que representa al sector formal, es precisamente la que ofrece mejores condiciones laborales en el país, superiores a las de la ‘economía popular’, consentida del oficialismo.
No tiene nada de raro, en un ambiente así, que la inversión se desplome más de lo previsto. Raro sería lo contrario. Un Gobierno que trata de villano al empresariado y frustra con sus medidas el funcionamiento y crecimiento de las empresas. ¿Qué otra cosa podía pasar?
THIERRY WAYS
En X: @tways