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Carta del fin de una era

El mundo da vueltas en círculo como un carrusel sin remedio. Y sin memoria.

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“Los datos indican que Milei ganó la elección con el apoyo masivo de los votantes más jóvenes (aquí votan desde los dieciséis)”, me escribe un amigo desde Buenos Aires.
En estos días raros, después de las elecciones del 19 de noviembre, dice que se ha dedicado a observar la conducta de los niños y de los adolescentes: “Los más chicos se volvieron fans y mueren por pedirle una selfi a Milei; interpreto que lo perciben como un personaje de cómic y les resulta atractivo. Los adolescentes lo transformaron en ídolo porque tal vez lo asimilan a los héroes de los videojuegos que salen con sus armas a matar enemigos. A ninguno de ellos le interesa saber de ideologías, fascismos y dictaduras. Eso es para los viejos. Lo sorprendente es que, en numerosos casos, esos jóvenes influyeron sobre el voto de sus padres, desinteresados por la política”.
Mi amigo me dice que nunca se imaginó que iba a ver tan pronto a jóvenes victoriosos burlándose o insultando a las Abuelas de Plaza de Mayo, sin sanción social, o incluso, por el contrario, con esas señas de aprobación que van desde la sorna hasta las frases del tipo, “algo habrán hecho” que parecían haber quedado en el pasado.
Me cuenta de una amenaza de bomba a la sede de una línea telefónica que se ocupa de la violencia de género (según algunos de esos “buenos muchachos”, la violencia de género es un invento de “los zurdos”, como la educación sexual, a la que consideran adoctrinamiento), y dice que en un colegio de la capital se lee un mensaje de los chicos a sus compañeras: “Las vamos a violar por feminazis”.
De sus palabras es inevitable inferir la sensación de estar viviendo ya no otro de los casos aislados (Trump, Bolsonaro), sino una repetición que parece anunciar el final de una era. Más allá del análisis coyuntural sobre las tendencias políticas o los castigos electorales que condujeron al resultado en Argentina, o del movimiento pendular de izquierda a derecha, característico de las democracias, lo que se lee entre líneas en el caso argentino –pero Argentina es apenas el ejemplo reciente– es la sensación inquietante de no haber aprendido nada de los momentos oscuros ni de las desapariciones ni del dolor de los perseguidos. Como las madres/abuelas de mayo, en su ritual de andar cada semana por la plaza, en busca de sus nietos, el mundo da vueltas en círculo como un carrusel sin remedio. Y sin memoria.
¿De qué sirve aprender historia si no podemos evitar repetir ese círculo de errores? ¿Si bastan cuarenta años del fin de la dictadura militar argentina, para volver a legitimar en el lenguaje de lo público expresiones que se habían quedado en un “nunca más” y que creíamos que jamás podrían repetirse? Y no es imprescindible que el gobierno ganador legitime explícitamente –aunque sí lo hizo durante toda la campaña– esas expresiones; basta, apenas, con sus gestos de romper carteles de ministerios y de burlarse de los derechos, de los maestros o de la educación pública. Ya con ese permiso, de lo demás se encargan sus huestes.
Si bien no todos los jóvenes de Argentina suscriben esos discursos, y hay causas de militancia que han estado en cabeza de ellos, y especialmente de ellas, la distancia entre estos chicos de las selfis con Milei y la generación que cantaba ‘Los dinosaurios’, de Charly García, al final de la dictadura hoy parece inexplicable. ¿Cómo es posible que un dolor tan profundo se haya diluido en menos de dos generaciones para quedar flotando en ese lugar de lo no dicho, que es el lugar de los traumas en el que se engendran las repeticiones?
Las preguntas urgentes sobre la educación, la memoria y la ética que nos lanza Argentina son extrapolables a todos nuestros países, más pronto que tarde.
YOLANDA REYES

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