Las denuncias de abuso sexual a niñas de las comunidades nukak y jiw en San José del Guaviare, que muchos conocieron a través de una investigación periodística de Gerardo Reyes para Univisión, no son casos aislados. Si bien las cifras de violencia sexual y la frecuencia histórica de las denuncias conocidas no le restan gravedad al dolor de cada niña indígena, conviene pasar de la descripción de los hechos, del consecuente estupor que producen y de las habituales promesas gubernamentales de “investigaciones exhaustivas” a una toma de conciencia que indague sobre el carácter sistemático de la violencia sexual en Colombia y sobre su relación con las dinámicas de la guerra, con la inequidad y con todas sus carencias.
¿Cuál es la ruta que conduce a las niñas nukak y jiw a esa “zona rosa” que, en la ciudad amazónica de San José del Guaviare, es la calle 40, donde las esperan sus violadores? ¿De dónde vienen las unas y los otros; qué tienen y qué les falta? Las respuestas, recurrentes a lo largo de la historia de Colombia, parecen aún más obvias en el rincón de una de las regiones de mayor producción de coca, en la que se escenifica la tragedia del poder contra la vulnerabilidad.
Las niñas, los niños y las familias nukak y jiw han sido desplazados de sus tierras por los grupos armados y la economía perversa de la coca, y deambulan por las calles de la capital sin tierra ni comida. Y en esa cultura de la ilegalidad en la que la droga es el engranaje de todas las relaciones, las niñas cambian cuerpo por comida o por billetes miserables para comprar pegante Bóxer y enmascarar, al menos unas horas, el hambre y el dolor. Conviene recordar que el Bóxer no solo quita el hambre, sino que desinhibe.
Bebés, niños y niñas que lloran de hambre, niños reclutados por los grupos armados ilegales, familias que tratan de sobrevivir y de vender lo que no tienen (por ejemplo, el cuerpo de sus hijas). Y, en medio del tinglado, están las autoridades locales y regionales, civiles y militares, con los institutos que conocemos y sus rimbombantes protocolos de restitución de derechos y sus innumerables sistemas de alertas y memorandos, escritos en una lengua incomprensible, no solo porque la desconocen los jiws y los nukak, sino porque es una jerga irrelevante que salva, si acaso, la responsabilidad de cada funcionario, en un sistema que no tiene salvación, que excede las capacidades institucionales locales y que requiere una intervención urgente y sistemática del Gobierno.
Ese es el mapa del abuso, y no es exclusivo de San José del Guaviare. Para una gran cantidad de niños y niñas vulnerables, desplazados de sus tierras, sin voz y sin escuela, Colombia es una zona rosa (o roja). Por supuesto, las gamas, entre el rosa y el rojo se intensifican a medida que se alejan de los centros a las periferias. Pero si no lo vemos como un problema nacional, exacerbado por la guerra y la pobreza, no estamos entendiendo nada.
Entre lo que se ha escrito sobre estos casos, aterra leer el de la niña abusada por un soldado en el que la defensa y las instituciones argumentan que ella no maneja el castellano y que, por eso, fue difícil saber si, cuando hablaba de los tocamientos, se refería a que el soldado había tocado a su mico tití o a sus partes íntimas. (El “chichí” que ella nombraba, para un buen tinterillo podía ser “tití”). Esa tragedia simbólica –la de ser distorsionadas, malentendidas, expulsadas de las lenguas oficiales con sus tinglados de protocolos y de pruebas– estimula la ruta del abuso. Por eso es importante preguntarse, y no solo en el caso del Guaviare, qué significa dar voz a las mujeres y qué se ataca cuando se las silencia o se ignora lo que dicen.
YOLANDA REYES