No sé si les pasa en vacaciones –y también bajo la presión del trabajo– que, en vez de echar globos, como solían hacer antes de la invención del nuevo mundo, terminan enganchados en un carrusel de Instagram que les dice cómo tener “cuerpo sano en mente sana” y ser felices y serenos y lograr, además de la propia perfección, la de sus vástagos. Esos ‘tips’ gratuitos, recomendados por profesionales de la salud, que solo parecen perseguir, de forma desinteresada, nuestro bienestar y que jamás dudan de sus ciencias nos enganchan con sus instrucciones para vivir.
¿Cómo no se nos había ocurrido, pensamos al verlos, que inhalar y exhalar diez veces antes de indignarnos en una fila de la Dian era la solución? ¿Cómo no supimos “validar” las emociones de una niña de dos años, en la pataleta del supermercado el 23 de diciembre, si la explicación sobre el funcionamiento del cerebro infantil que vimos en el celular explicaba lo que deberíamos haber hecho? ¡Qué diferente sería nuestra vida si hubiéramos encontrado ese ‘reel’ con los cinco alimentos para evitar la flatulencia, la hipertensión, el sobrepeso o la ansiedad!
Así, poco a poco, con una mezcla de culpa, escepticismo y curiosidad por la sensatez de esa sabiduría instantánea, nos detenemos en los carruseles telefónicos que nos manda el algoritmo, y damos un “me gusta” y quedamos atrapados: Veo que necesitas saber más de disciplina positiva, del monstruo de las emociones o del de las galletas, y aquí está tu algoritmo: frota tu pantalla con un clic, mírate en el espejito y pregúntale tus cosas más íntimas, ahora cuando nadie está mirando. Entonces, encerrados a solas con nuestros teléfonos, nos convertimos en ratas de laboratorio, y entregamos, con nuestros datos básicos, nuestras obsesiones, y el carrusel no tiene vuelta atrás.
Me resulta inevitable asociar esa palabra, carrusel, con aquel objeto de la infancia sostenido en la compulsión de dar vueltas una y otra, y otra vez... La diferencia es que el otro carrusel se detenía al cabo de unos minutos y nos obligaba a bajar, con las piernas temblando y la cabeza aún dándonos vueltas, a menos que pagáramos por otra vuelta, pero las vueltas jamás eran infinitas. En los de ahora, en cambio, no se paga boleta –eso creemos– y nos premian si nos quedamos cada vez más tiempo en ese espejismo perfecto donde todos los cerebros, los temblores, las emociones y las culturas “funcionan” igual. Como si no hubiera enfoques disciplinares distintos ni desacuerdos teóricos ni preguntas sin respuesta –o con respuestas diversas, y cambiantes– el pensamiento y la duda y la imaginación, y, por supuesto, el miedo y el atrevimiento y la invención del significado se quedan fuera.
¿Qué significa que el cuerpo y lo que antes se llamaba el alma (o la ‘psique’ o el espíritu) sean tratados como mecanismos estandarizados y controlables que “funcionan” de la misma forma? ¿En dónde quedan las culturas y las historias distintas que influyen en las formas de crianza y de vida; en dónde, la capacidad de agencia de los seres humanos? ¿Dónde situamos, por ejemplo, la eterna tensión entre naturaleza y crianza si todos, con un poco de autoayuda, podemos ser igualitos?
En estos días encontré un 'post' que decía algo así: “Los niños pequeños no obedecen. Esto es muy duro, así que suerte”. Me imaginé a una madre desesperada después de haber probado, sin éxito, como sucede en estas fechas, las técnicas de respiración y de disciplina positiva de algún ‘reel’, y de sentir que no funcionaban. (O que ella no era “funcional”, en ese carrusel donde supuestamente todos debemos engranar). En ella, y en los que dudan, y son felices y tristes a la vez, se inspira esta columna.
¡Feliz año, ojalá lleno de preguntas que no encajan!
YOLANDA REYES