“Este premio llega de la mano de una niña, una princesa. Me gustaría que fuera para todas las niñas que leen muchos libros sobre un sinfín de temas. Que piensan, preguntan, dudan, imaginan. Y se niegan a estar calladas”, dijo la escritora Siri Hustvedt en su discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias, entregado –sí, suena paradójico– por “la hija del rey” de España. Volví a pensar en sus palabras al oír las de Claudia López, quien se refirió en su discurso a las niñas, a las jóvenes y a las mujeres de Bogotá y a lo que significa romper el ‘techo de cristal’, esa barrera invisible que impide a las mujeres alcanzar los máximos cargos, aun teniendo mejores calificaciones o logros que sus competidores varones.
Ganar, mandar, gobernar –incluso hablar con contundencia– han sido verbos poco frecuentes en la lengua de las niñas que fuimos (¿que todavía son?) educadas entre esos mandatos, tácitos o explícitos, de ser prudentes, amables y serviciales, y casi de pedir perdón ante cualquier intento de sobresalir. “¿Por qué los niños podían dar brincos cuando ganaban un concurso de caligrafía y a las chicas no se nos permitía ni sonreír, y menos aun levantar los brazos en el aire?”, recordé el discurso de Hustvedt al ver la imagen de Claudia López con los brazos alzados en V de victoria, y pensé en la fuerza de los símbolos: en lo que significa para las jóvenes de todas las localidades de la ciudad (del país) y, por supuesto, también para los muchachos, que esta mujer sea su alcaldesa.
Quizás la fisonomía caótica de Bogotá y sus problemas estructurales no cambien sustancialmente en la alcaldía de López, pero la polis, ese espacio simbólico en el que las nuevas generaciones se educan para ejercer la ciudadanía, ya no será la misma.
Ese cambio cultural en las formas de deliberación y en los liderazgos femeninos y diversos se muestra por fin en la capital de este país tradicionalmente encasillado, no solo por techos de cristal sino por límites invisibles y sutiles, que han mantenido el poder político, económico y simbólico en cabeza de los mismos.
Si todo lenguaje –verbal y no verbal– es político, en tanto que se nutre de una conversación cambiante con el tiempo y con el lugar donde se habita, y deja huellas y signos para continuar el diálogo, el triunfo de esta mujer que llega a la alcaldía con nombre y méritos propios, y no como la cuota de un varón (o barón), o como la vice de algún “caballero importante”, marca un hito en los estilos de gobernar, pero también en la ruptura de esos límites tajantes entre géneros, o entre lo personal y lo político.
Aquel lema feminista (‘lo personal es político’), que imagina otras formas de ciudadanía, otras voces y otras maneras de entender la gobernanza y las diversidades, ganó en Bogotá, y todos los gestos –un beso entre dos mujeres o la claridad al hablar– no tienen que ser justificados (fue un beso privado que se hizo público), sino incorporados orgullosamente al discurso político, que también alberga la diversidad de los proyectos y las opciones de vida.
Si Claudia López afirma que se volvió más conciliadora y amable, quizás repite, sin darse cuenta, esos estereotipos que se nos quedaron instalados, y casi incorporados, a nuestra psique durante tantas generaciones de esmerada educación, y que, como dice Rebecca Solnit, en su libro Los hombres me explican cosas, obligan a las mujeres a moderar su modo de actuar y su contundencia de ideas para ser aceptadas y no parecer amenazantes. Sin embargo, los tiempos de compensar la ambición y el poder femeninos con amabilidad se están quedando atrás, y quizás por eso algunos señores se están subiendo al sofá… a ver si parecen más altos.
YOLANDA REYES