Que más de la mitad de los colombianos presenten obesidad o sobrepreso y que el 10,8 por ciento de los niños padezca, oficialmente, desnutrición crónica pone a la malnutrición como un problema de salud pública que debe abordarse de manera prioritaria.
En la semana de la lucha contra la obesidad urge retomar algunos indicadores que cualifican y cuantifican el estado nutricional de la población, en razón del peso que tiene en términos de bienestar. Para empezar, hay que decir que si bien el país está en mora de actualizar la Encuesta Nacional de Situación Nutricional –cuya última edición fue la de 2015–, muchos factores apuntan a que la multicausalidad que condiciona la desnutrición crónica en los niños parece haberse deteriorado a causa de los últimos dos años de la pandemia.
Basta recordar que aunque en las últimas tres ediciones se apreciaba un descenso del porcentaje de este indicador –en el 2015 afectaba a uno de cada diez menores–, las brechas regionales dejaban entrever que en algunos departamentos como el Vaupés y La Guajira podrían afectar a cerca de uno de cada cuatro infantes, comparable con algunos países africanos.
Ambos comparten una condición que exige la mirada del Estado: son prevenibles, y los esfuerzos deben centrarse en la infancia.
Así mismo, en algunas ciudades y departamentos que se encuentran por encima del promedio nacional las alarmas se encienden, dado que son referentes en este y otros temas sanitarios. Es el caso de Bogotá, en donde más de 13 de cada cien niños se enfrentan a ese tipo de desnutrición (crónica) que retrasa no solo el crecimiento y la ganancia de peso, sino el desarrollo cerebral, lo que incrementa una vulnerabilidad que de no revertirse tempranamente acabará dejando secuelas graves.
En concreto, diferentes estudios han demostrado que un niño que padece desnutrición crónica puede tener hasta 14,6 puntos menos en su coeficiente intelectual, lo que le impide competir en igualdad de condiciones con quienes no la padecen en proceso de aprendizaje y adaptación social, al punto de que otras investigaciones revelan que en promedio terminan recibiendo salarios con diferencias negativas hasta del 54 por ciento, en un acumulado que favorece la perpetuidad de la pobreza e impide la movilidad social hasta de tres generaciones.
La otra cara de la moneda es la obesidad, que incuba desde edades tempranas factores de riesgo cardiovascular, osteoarticular y una gran sumatoria de millones de años de vida útil que se pierden, sin dejar de lado la carga que representan en términos económicos y sociales y que con la desnutrición comparten una condición que exige la mirada de todo el Estado: son prevenibles.
Aquí hay que hablar de determinantes sociales como la base para actuar. Porque ante estos dos indicadores no solo existen factores como la carencia de nutrientes y el exceso de comida insana, sino que se diluyen, entre otros, la falta de educación y de empleo, la carencia de agua potable, las dificultades para acceder a servicios sanitarios oportunos y a condiciones para realizar ejercicio útil, sin dejar de lado la fragilidad de los componentes pedagógicos para promover hábitos saludables a todo nivel y desde la primera infancia. Urge reforzar las políticas en este sentido y, en algunos casos, echarlas a andar con metas claras.
EDITORIAL