Asesinatos, masacres, cobro de vacunas, peajes dinamitados, ‘plan pistola’, combates en pleno casco urbano, atentados terroristas y secuestros. De esa magnitud es la ola de violencia que se ha ensañado con Cúcuta, capital de Norte de Santander y ciudad de importancia estratégica por su condición de paso fronterizo entre Colombia y Venezuela.
Los problemas de la zona no son nuevos. El Ejército de Liberación Nacional (Eln), así como otros grupos delincuenciales, dedicados al narcotráfico y la extorsión, llevan años operando en la región. La frontera es un punto de paso por el que transitan personas y mercancías, muchas de manera ilícita, lo que atrae a todo tipo de organizaciones criminales.
Recientemente, sin embargo, Cúcuta padece una perversa combinación de formas de violencia, agravada por la expansión de la crisis del Catatumbo al área metropolitana de la ciudad. Junto al Eln coexisten otras bandas, como ‘Tren de Aragua’, el ‘clan del Golfo’ y las disidencias de las Farc, que se enfrentan a la Fuerza Pública y entre ellas mismas. El resultado es una escalada de inseguridad que ya desbordó la capacidad de las autoridades locales para contenerla.
Solo el Gobierno central tiene la capacidad para combatir esta pesadilla sin control. Pero preocupa la escasa efectividad de las acciones emprendidas hasta ahora, incluso después de que más de 60 personas fueran asesinadas y más de 50.000 fueran desplazadas en el Catatumbo a inicios de año. El decreto de conmoción interior expedido por el Presidente –parcialmente rechazado por la Corte Constitucional– nada hizo por mejorar la situación.
La Casa de Nariño, en coordinación con los mandatarios locales y la Fuerza Pública, debe emplear cuanto antes las herramientas a su alcance para enfrentar a los grupos armados y devolverle la tranquilidad a la ciudadanía cucuteña y nortesantandereana. Los habitantes de la región claman por salir de su estado de zozobra. El país no puede dejarlos solos.