El país recibió con alborozo la noticia del regreso a casa de Lyan José Hortúa, el niño de 11 años secuestrado en Jamundí, Valle del Cauca. Las autoridades sindican del plagio a las disidencias de alias Iván Mordisco.
Dieciocho días estuvo Lyan en poder de sus captores, durante los cuales se multiplicaron los llamados para que fuera puesto en libertad. Hay que destacar los esfuerzos adelantados por la Procuraduría General de la Nación, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, la Arquidiócesis de Cali, las Naciones Unidas, la Gobernación del Valle, la alcaldía de Jamundí y la Fuerza Pública para que se respetara su integridad y se produjera su liberación.
Si bien todos nos alegramos, como es natural, porque Lyan esté libre, el suceso pone de plano el crecimiento del delito del secuestro en Colombia, que nos remite a épocas que creíamos superadas. Según la Fiscalía, actualmente hay 14 personas retenidas en el territorio nacional. Y, de acuerdo con cifras de la Defensoría del Pueblo, en lo que va de este cuatrienio se han reportado más de 600 casos.
En el de Lyan, además, presuntamente se pagó un rescate por su libertad, lo que querría decir que el hecho representó una victoria para los criminales, financieramente hablando. Y al día siguiente de su liberación se produjo el asesinato de un primo del padrastro del niño, un hecho de sangre al parecer relacionado con el secuestro.
Este episodio subraya una vez más la perversidad de esta modalidad delictiva, sin duda una de las más aborrecibles que existen. Por eso es justo celebrar la liberación de Lyan, pero ese alivio, que alegra a su familia y a la sociedad entera, no puede hacernos olvidar que la verdadera tranquilidad solo llegará cuando todos los secuestrados del país gocen de su libertad y este crimen infame haya desaparecido para siempre del acontecer nacional. Ningún colombiano debe padecer la tortura de este miserable delito nunca más.